jueves, 30 de diciembre de 2010

Caminar despacio por las calles. X

" Los pensamientos humanos son como cuartos. Entre ellos hay salas lujosas y cuartuchos saturados. Los hay soleados y sombríos. Algunos dan al río y al cielo, otros al traspatio o al sótano. Las palabras en ellos semejan cosas y pueden ser cambiadas de un cuarto a otro. Los pensamientos dentro de nosotros en realidad, esas habitaciones de nuestro interior, agrupadas en palacios o cuarteles, pueden ser moradas de otros donde uno resulta ser sólo un inquilino. A veces, sobre todo de noche, encontraos que las salidas de esos aposentos están cerradas con llave y no podemos abandonarlos. Estamos encerrados como en un calabozo hasta que nuestros sueños nos liberan y nos dejan salir. Pero los sueños son como los invitados de una boda, hay que esperarlos. Mientras tanto, reina el insomnio. Dicen que existen dos insomnios, como dos hermanas. El de antes de dormirse y el otro, después de despertar en plena noche. El primero es madre de la mentira, el otro es madre de la verdad. 

Desde que vivo solo el insomnio me atormenta cada vez más a menudo y yo lo resisto con un método que desarrollé con mucho afán. Todo ocurre en la cama y en mi mente. Y todo, de alguna manera, está relacionado con mi profesión de experto de decoración de interiores. Primero selecciono una casa en la ciudad que mejor me sirva para estos propósitos. Alguna construida con paja de avena que impide que las energías maléficas del inframundo suban hasta los aposentos. Al ubicar una casa con esas características empiezo a amueblarla y a arreglarla cada noche en mi mente. A llenarla de muebles de mi invención. Pero yo no arreglo esa casa motivado sólo por el deseo de que luzca bien. Yo la estoy acondicionando para una persona en particular. Para JM. Y exclusivamente para las necesidades de esa persona. 
Todo empezó así.
Durante mis paseos por las tardes escogí un pequeño palacio e indagué todo lo que se podía sobre su origen. Está en el mismo principio de la calle Kraljevica Marka que sube curvada desde el muelle del Sava hacia Zeleni Venac rompiendo el viento. Su fachada está llena de bonitas ventanas divididas en cruz que hoy en día ya no se hacen.  (...)
Durante mis insomnios en vez de contar cuántas veces en la vida compré zapatos bonitos que no me quedaban bien, decidí poblar y amueblar la casa de Luka Chelovich. Sabía que esta casa le gustaba a JM y eso fue decisivo para mi elección. JM tenía un profundo sentido de "zonas" con energía positiva, como de otras también. La parte entre la Catedral y el río Sava era para ella una "zona" indiscutiblemente preciosa. Allí, en la cuesta que baja al Sava el invierno huele a otoño y la primavera a invierno, y JM consideraba que al entrar en esa zona empezaba a llevar su verdadero nombre. Apenas salía de dicha "zona" se llamaba de otra manera, era otra persona. Es decir, la elección cayó sobre la casa familiar de Luka Chelovich que estaba en esa "zona". 
Al entrar en ese edificio en mi memoria susurré como un embrujo en cada una de sus habitaciones una de las diecisiete letras del nombre de JM.
Ahora puedo decir que en ese entonces ya tenía bien avanzados ciertos preparativos de particular índole. Durante el tiempo que pude observar a JM a diario notaba los movimientos en sus brazos y sus manos delicadas, su manera de andar y peinarse, la postura de su cuello y de los hermosos hombros y muslos, el movimiento de sus pechos al sentarse, los giros del cuerpo, el papel de sus piernas ovilladas en el sillón o corriendo, la vuelta de su cabeza detenida al oír, mucho antes que el resto de nosotros, el rugido del avión que traía las bombas...Luego compuse un pequeño "diccionario de movimientos" de JM. Para cada uno de ellos establecí un signo. Fue particularmente difícil crear signos para sus irrepetibles pasos de danza. Siempre bailaba sola, ni siquiera conmigo bailaba jamás, pero esa danza era lo más hermoso en ella. En  mi diccionario había signos parecidos a los usados por expertos rusos de ballet de principios del siglo pasado, como Nizhinski por ejemplo, para marcar sus partituras. Los puse en el diccionario para una fácil localización. Era como un catálogo de movimientos; como un alfabeto secreto. Algo semejante al teclado de la computadora desde el cual se controlan saltos, carreras, nado o giros de héroes de videojuegos para adultos que JM y yo solíamos llamar "novelas sin palabras". Para provocar dichas actividades inventaba distintos tipos de muebles, porque cada pieza de menaje preveía otro movimiento de JM: abrir una puerta, sacar un cajón, bajar la tabla del escritorio. "

Milorad Pavic, "La jaula blanca de Túnez en forma de Pagoda (Ocurre en la casa de Luka Chelovich, calle Kraljevica Marka, número 1)", en Siete pecados capitales, México, Sexto Piso, 2003. ISBN 9-789685-679114

martes, 14 de diciembre de 2010

Quim Monzó: "Blanca Navidad"

" Al principio todo iba normal, si por normal se entiende que un ser fabuloso, de rizos rubios hasta los hombros y alas de pluma de oca, como las que a veces se escapan por las costuras de los edredones, bajara hasta la casa de María y, allí, en el atrio de columnas románicas - eso sí que resultaba extraño: columnas románicas en Nazaret - le anunciara la buena nueva. Pero, en efecto, todo iba exactamente de esa forma: el ser fabuloso, de rizos rubios hasta los hombros y alas de pluma de oca, con ojos almendrados entre el azul, el verde y el rosa, y de una belleza, más que inenarrable, asexuada, descendió hasta la casa de María - una casa humilde pero limpia y muy cuidada, y con tiestos de geranios a lo largo del atrio de columnas, románicas tal como hemos dicho - para anunciarle la buena nueva: que era llena de gracia y bendecida entre todas las mujeres. María se quedó boquiabierta. El arcángel, viendo la turbación de la mujer, comprendió que el aparato escénico había sido realmente impresionante; quizás se les había ido un poco la mano. Para tranquilizarla le dijo que no tenía por qué tener miedo, que simplemente había venido a anunciarle que tendría un hijo al que llamaría Jesús. La mujer - ¿cómo no? - aceptó la noticia de buen grado y el arcángel desapareció en un santiamén, con el mismo desparpajo con el que había aparecido. Horas más tarde, cuando su marido, José, volvió del taller - era carpintero-, María le explicó lo sucedido. José se quedó de pasta de boniato.

También entra dentro de la normalidad más absoluta la disposición del emperador Augusto, que ordenaba que todos los súbditos del Imperio Romano se empadronaran, cada uno en el pueblo o la ciudad de donde su familia fuese originaria. Por eso, José y María tomaron el burro y se fueron a Belén. María iba sobre el animal, sentada de lado, y José a pie, tirando las riendas. Lo que - como las columnas románicas - tampoco era en absoluto normal era todo aquello de la nieve. Cuando llegaron a Belén vieron que el pueblo entero estaba nevado, hasta el horizonte, sobre el que campaba un cielo negro y con estrellas de cinco y seis puntas, inmóviles como recortadas. En Palestina la nieve era un fenómeno meteorológico casi ignorado. Generaciones y generaciones de ciudadanos nacía y morían sin haberla conocido, y sin que ello les preocupase lo más mínimo. Y si habían oído hablar de ella era por viajeros de países lejanos, que citaban incluso montes en los que la nieve es perpetua. Los nativos los escuchaban absortos, pero, en cuanto los viajeros acababan su narración, volvían a sus tareas sin que la nieve les hiciera perder ni una hora de sueño. En cambio, ahora todo estaba nevado: las montañas, las calles, los tejados de las casas, el puesto de la castañera...Era nieve polvo, tan polvo que parecía harina.

Debido a la afluencia de gente para empadronarse, no encontraron ni una habitación libre en todo Belén. Los habitantes no eran demasiado acogedores; ni la imagen de una mujer embarazada los movía a piedad. Por esto se vieron forzados a instalarse en un establo abandonado. Adecentaron en un rincón, cerca de un buey adormilado y del burro que llevaban. Fue allí donde, el 25 de diciembre, María dio a luz. Era un niño precioso, saludable y llorón. José lo tomó en brazos para limpiarlo. Pero María requirió de nuevo su atención. Estaba naciendo un segundo niño.
Eran dos niños preciosos, y cada uno con un halo tipo holograma sobre la cabeza. Tras alimentarlos y ponerles los pañales - afortunadamente María había previsto recambios - los acostaron sobre un montón de paja, uno junto al otro. Movían las manos. El buey y el burro contemplaban la escena de reojo.
- ¿Estas segura de que te habló de un niño? ¿No diría dos y no te fijaste?

José no entendía que había pasado. Que fuesen dos trastocaba todos los planes. Incluso algo tan poco importante como lo del nombre. El arcángel había dicho que debía llamarse Jesús. Era un nombre que no les desagradaba; tampoco les entusiasmaba, si tenemos que ser sinceros. En aquella época, los nombres predominantes eran Sandra, Vanessa, Kevin, Jonathan e incluso Sue Ellen, que les parecían frívolos y pretensiosos. José y María habían pensado otros nombres e incluso había hecho una lista de sus preferidos: David, Samuel, Alejandro, Abel, Moisés, Iván... De todos, el que más les gustaba era Alejandro. Era un nombre sonoro y vibrante. Si el arcángel no hubiese dejado tan claro que tenía que llamarle Jesús, le habrían puesto Alejandro, sin ninguna duda. Pero, en fin, no pudiendo llamarse Alejandro, a María el nombre de Jesús ya le parecía bien. En algún momento, José había propuesto que se llamase como él: José. Muchos amigos suyos ponían su nombre a sus primogénitos. ¿Por qué no él? María no había querido ni oír hablar de un posible cambio.
- El arcángel dijo que debía llamarse Jesús y se llamará Jesús.

No hablaron más del asunto. Se llamaría Jesús; estaba decidido. Pero ahora se encontraban con dos niños, el doble de lo que esperaban. ¿Cómo los llamarían? Después de darle muchas vueltas encontraron la solución. Uno se llamaría Jesús María y el otro Jesús José. Así respetaban la orden de que se llamase Jesús y de paso satisfacían el deseo de José: al menos, uno de los dos se llamaba como él, aunque fuera de segundo nombre.

Eso no era más que el inicio de las duplicaciones. Desde ese momento - cavilaba José - todo sería doble. Las cunas, los vestiditos, los chupetes, el consumo de dodotis. De su cavilación lo sacó un ruido de cascos. Eran camellos que atravezaban, por un débil puente de madera, las aguas del río, que parecían inmóviles y como de papel de plata. Cuando llegaron al establo, los tres Reyes Magos se quedaron pasmados. ERa la misma sorpresa que María y José habían visto en las caras de los pastores que se habían acercado a adorar al niño y, en vez de uno, se habían encontrado con dos. Uno de los pastores, que había traído como regalo un cochecito Jané monoplaza, corrió a cambiarlo por un modelo doble. Melchor, Gaspar y Baltasar - hombres curtidos en mil batallas y duchos en tomar decisiones- reaccionaron de manera rápida y, sin que ni María ni José se diesen cuenta, haciendo como que buscaban regalos, dividieron en dos partes más o menos iguales el oro, el incienso y la mirra.

¿Eran ambos hijos de Dios? ¿O sólo lo era uno de ellos? La pregunta no tenía respuesta clara porque, si bien al lavarlos en la bañera uno de ellos (Jesús María) caminaba sobre el agua - dejando de piedra no sólo a su hermano, sino también a sus padres - , era el otro (Jesús José) quién, cuando los petitsuís se habían acabado, los multiplicaba sin problemas. Esa dualidad - calculaba Alejandro mientras colocaba el caganer al lado del cura con paraguas - se mantendría a lo largo de los años, hasta el final de sus días. Alejandro volvió a alinear las dos cunitas, contempló una vez más el belén y corrió a llamar a su padre, reputado miembro del Opus Dei, para que fuese a verlo. Confiaba en que lo felicitaría por su ingenio: en vez de tirar la figurita del niño Jesús del antiguo pesebre (una de las pocas que no estaban rotas), la había incorporado a las nuevas, que habían comprado el día antes en la feria de Santa Lucía. No sabía que, esa noche, su ingenio le costaría irse a la cama sin cenar."

Quim Monzó, Tres Navidades, Barcelona, Acantilado, 2003. ISBN 84-96136-32-9 

viernes, 10 de diciembre de 2010

Caminar despacio por las calles. IX

"Tenía que ir a la isla para depositar aquella corona de flores secas en la tumba de Anna. Un pálido redondel erizado de tallos y de espigas que una de las viejas de Mirnoie había tejido durante varias semanas. 
Para mí, aquella travesía del lago bajo la lluvia reflejaba perfectamente la absurdidad de la existencia que llevaba Vera. Absurdo también mi deseo, inesperado para mí mismo, de acompañarla: estaba preparando el equipaje, la vi pasar por la calle, la llamé desde la ventana y le pregunté, sin saber por qué, si podía acompañarla. Y, para colmo de estupidez, en virtud de una chulería de macho, exigí remar solo, de pie como un gondolero de opereta. Vera quiso objetar (el viento, la caprichosa pesadez de la barca...), pero al final me dejó.
El viento era inestable, la proa de la barca bailaba a derecha e izquierda, y se hundía, sin despegarse del espesor del agua donde el remo se sumergía como en algodón mojado. Para mantener las apariencias, yo simulaba agilidad, ocultaba el esfuerzo, los brazos muy pronto entumecidos, las sienes encogidas, los ojos empapados de sudor. La mujer que tenía sentada frente a mí, con la fea y seca coronita en las rodillas, resultaba insoportable a la vista. Formalmente sentada, insensible a la lluvia, al viento, a su vida malograda, a aquel día perdido en una expedición decidida por el fúnebre capricho de alguna vieja medio loca. Yo miraba aquel rostro inclinado, sumido en ensoñaciones que se adivinaban desvaídas a fuerza de volver a ellas a diario desde hacia treinta años, ensueños o tal vez el vacío, gris, uniforme como aquellas aguas, aquellas orillas difuminadas en el aire cargado de gotas. "Una mujer que han convertido en un monumento abulante a los muertos. Una novia inmolada en la hoguera de la fidelidad. Una Andrómaca campesina..."Las fórmulas envenenaban conforme mi esfuerzo resultaba más agotador. En un momento dado tuve la impresión de que la barca había dejado de avanzar, pegada en el viscoso espesor de las olas. Vera alzó levemente el rostro, me sonrió, pareció ir a hablar, y mudó de parecer. "!La tonta del pueblo! Eso mismo. Un ídolo de madera que esos paletos han clavado en la entrada de su campamento para desviar los rayos de la fatalidad. Una víctima propiciatoria ofrecida a la Historia. Un icono a la sombra del cual esos pobres koljosianos han podido fornicar, delatar, robar, emborracharse..."

Agotado de luchar contra el viento, acabé agitando el remo más bien maquinalmente, sin convicción. El contorno panzudo de la iglesia parecía igual de lejano. "Bien habrán tenido que dejar marchar a la pobre Vera, hasta que se sacase el título de maestra en alguna ciudad cercana. Sin duda el único gran viaje de su vida. Su apertura al mundo. Y luego, hale, al redil, a su atalaya en el banco, delante de la puerta, con la oreja eternamente tendida: ¿y si era el ruido de las botas de un soldado? Una coronita seca en la tumba de Anna, sí, precioso, querida mía, pero ¿quién pondrá flores en tu tumba? Las viejas se morirán, y tú no tendrás otra Vera que cuide de ti..." (...)

¿Y por qué no despertarla? Dejar de remar, acurrucarme ante ella, apretarle las manos, sacudírselas o, mejor, besar sus manos transidas. "Duerme en una especie de muerte anticipada, en medio del tiempo que suspendió a los dieciséis años, caminando como una sonámbula en medio de aquellas ancianas que le recuerdan la guerra y la marcha de su soldado...Vive una postvida, los muertos deben de ver lo que ella ve..."
Tocamos suavemente la orilla de la isla. Salté a tierra, tiré de la proa de la barca en la arena, ayudé a Vera a bajar. El pensar que aquella mujer vivía lo que no nos corresponde vivir hasta después de la muerte transmitió de pronto un sentido a su vida, que se me había antojado tan absurda. Un sentido que se traslucía en cada paso, en cada gesto. (...) 
De pronto comprendi que así era como ella vivía su postvida. Un lento viaje, sin meta aparente pero marcado por un sentido simple y profundo. La barca atracó a ciegas, en el lugar exacto de donde habíamos partido. "

Andreï Makine, La mujer que esperaba, Barcelona, Tusquets, 2006. ISBN84-8310-344-3

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martes, 30 de noviembre de 2010

Etgar Keret: "ROMPER EL CERDITO"


"Mi padre no accedió a comprarme un muñeco de Bart Simpson. Y eso que mi madre si quería, pero mi padre no cedió y dijo que soy un caprichoso.
-¿Por qué se lo vamos a tener que comprar, eh? - le dijo a mi madre -. No tiene más que abrir la boca y tú ya te pones firme a sus órdenes.
Mi padre añadió que no tengo ningún respeto por el dinero, que si no aprendo a tenérselo ahora que soy pequeño, ¿cuándo voy a hacerlo? Los niños a los que les compran sin más muñecos de Bart Simpson se convierten de mayores en unos maleantes que roban en las tiendas porque se han acostumbrado a conseguir todo lo que se les antoja de la forma más fácil. Así es que en vez de un muñeco de Bart Simpson me compró un cerdito feísimo de cerámica con una ranura en el lomo, y ahora sí que me voy a criar siendo una persona de bien, ahora ya no me voy a convertir en un maleante. 
Lo que tengo que hacer a partir de hoy, todas las mañanas, es tomarme una taza de chocolate, aunque lo odio. El chocolate con leche es un shekel; sin leche, medio shekel, pero si después de tomármelo voy directamente a vomitar, entonces no me dan nada. Las monedas se las voy echando al cerdito por el lomo, de manera que si lo sacudo hace ruido. Cuando en el cerdito haya tantas monedas que al sacudirlo no se oiga nada, entonces me regalarán un muñeco de Bart Simpson en patineta. Porque como dice mi padre, eso sí es educar. 

El caso es que el cerdito es muy lindo, tiene el hocico frío cuando uno se lo toca y, además, sonríe al meterle el shekel por el lomo, lo mismo que cuando sólo se le echa medio shekel, aunque lo mejor es que también sonríe cuando no se le echa nada. Además le he buscado un nombre, le he puesto Pesajson, como el hombre que tuvo nuestro buzón antes que nosotros, un buzón del que mi padre no consiguió arrancar la etiqueta. Pesajson no es como mis otros juguetes, es mucho más tranquilo, sin luces ni resortes, y sin pilas que le derramen su líquido por la cara. Lo único que hay que hacer es tenerlo vigilado para que no salte de la mesa. 
- !Pesajson, cuidado, que eres de cerámica! - le digo cuando me doy cuenta de que se ha agachado un poco y mira al suelo, y entonces él me sonríe y espera pacientemente a que yo lo baje. Me encanta cuando sonríe y espera pacientemente a que yo lo baje. Me encanta cuando sonríe; es sólo por el que me tomo el chocolate con leche todas las mañanas, para poderle echar el shekel por el lomo y ver que su sonrisa no cambia ni una pizca. 
Midiendo la chancha, Francisco Toledo. Foto: Johanna Lozoya
- Te quiero, Pesajson - le digo después -, y para ser sincero te diré que te quiero más que a papá y a mamá. Además siempre te querré, pase lo que pase, aunque robes tiendas. !Pero si llegas a saltar de la mesa, pobre de ti!

Ayer vino mi padre, agarró a Pesajson y empezó a sacudirlo salvajemente boca abajo.
- Cuidado, papá - le dije -, a Pesajson le va a doler la panza- pero mi padre siguió como si nada.
-No hace ruido, ¿sabes que quiere decir eso, Yoavi? Que mañana vas a tener un Bart Simpson en patineta. 
- !Qué bien, papá! - le dije -. Un Bart Simpson en patineta, genial. Pero deja de sacudirlo, porque haces que se sienta mal. 
Papá dejó Pesajson en su sitio y fue a llamar a mi madre. Volvió al cabo de un minuto arrastrándola con una mano y agarrando un martillo con la otra. 
- ¿Ves cómo yo tenía razón? - le dijo a mi madre -, ahora sabrá valorar las cosas, ¿a que sí, Yoavi?
- Pues claro - le respondí -, claro que sí, pero ¿por qué un martillo?
- Es para ti - dijo mi padre mientras me lo entregaba -, pero ten cuidado.
- Pues claro que lo voy a tener - le respondí, porque la verdad es que así era, pero a los pocos minutos mi padre se impacientó y me espetó:
- !Venga, rompe el cerdito de una vez!
- ¿Qué? - exclamé yo -. ¿Romper a Pesajson?
- Si, si, a Pesajson - insistió mi padre - . Anda, venga, rómpelo. Te mereces ese Bart Simpson, te lo has ganado a pulso.
Pesajson me brindó la melancólica sonrisa de un cerdito de cerámica que sabe que ha llegado a su fin. Al diablo con el Bart Simpson, ¿cómo iba a darle un martillazo en la cabeza a un amigo?
- No quiero un Bart Simpson - dije, y le devolví el martillo a mi padre -, me basta con Pesajson.
- No lo has entendido - me aclaró entonces mi padre-, no pasa nada, así es como se aprende, ven, lo voy a romper yo. Alzó el martillo mientras yo miraba los ojos desesperados de mi madre y luego la sonrisa fatigada de Pesajson, y entonces supe que todo dependía de mi, que si no hacía algo, Pesajson iba a morir. 
- Papá - le dije sujetándolo de la pernera. 
- ¿Qué pasa, Yoavi? - me respondió con el martillo todavía en alto.
- Quiero un shekel más, por favor - le supliqué -, deja que le eche otro shekel, mañana, después del chocolate, y entonces lo rompemos, mañana, lo prometo. 
- ¿Otro shekel? - sonrió mi padre, dejando el martillo sobre la mesa -. ¿Ves, mujer?, he conseguido que el niño tome conciencia. 
- Eso, sí, conciencia - le dije -, mañana.- Y eso que las lágrimas ya me ahogaban la garganta.
Cuando ellos ya habían salido de la habitación abracé con mucha fuerza a Pesajson y di rienda suelta a mi llanto.
Pesajson no decía nada, sino que muy calladito temblaba entre mis brazos.
- No te preocupes - le susurré al oído-, te voy a salvar.

Por la noche me quedé esperando a que mi padre terminara de ver la tele en la sala y se fuera a dormir. Entonces me levanté sin hacer ruido y me escabullí con Pesajson por la galería. Caminamos juntos muchísimo rato en medio de la oscuridad, hasta que llegamos a un campo lleno de ortigas. 
- A los cerdos les encantan los campos - le dije a Pesajson mientras lo dejaba en el suelo-, especialmente los campos de ortigas. Vas a estar muy bien aquí. 
Me quedé esperando una respuesta, pero Pesajson no dijo nada, y cuando le rocé el morro como gesto de despedida, se limitó a clavar en mí su melancólica mirada. Sabía que nunca más volvería a verme. "

Etgar Keret, Extrañando a Kissinger, traducción Ana María Bejarano, México, Sexto Piso, 2009. ISBN 978-607-7781-004

jueves, 25 de noviembre de 2010

Hugo Hiriart: "DONDE SE PLANTEA UNA CUESTIÓN, Y SENTENCIA QUE FUE DADA EN ALEJANDRÍA"

"Este cuento, como dijimos, es de autor anónimo y fue escrito en Florencia a fines del siglo XIII. Me parece que su tema tiene mucho qué ver con la imaginación. 

En la Alejandría que está en Rumania (ya que hay 12 Alejandrías), fundada por Alejandro en marzo, antes de que muriese, en el barrio donde están los sarracenos y venden sus fritangas, un día lunes, un cocinero mahometano, que tenía por nombre Fabratto, se hallaba en su cocina cuando llegó un pobre sarraceno con un pan en la mano. No tenía dinero para comprar nada y puso su pan encima del caldero para que recibiera el humo que de ahí salía. Lleno de deleite mordía el pan ahumado por el humo del manjar que estaba cocinándose en el caldero, y así lo comió todo. Este Fabratto no había vendido bastante por la mañana, túvolo por mal agüero, y con disgusto atrapó al pobre sarraceno y le dijo: 
- Págame lo que has tomado de lo mío.
El pobre respondió: 
- No he tomado de tu manjar otra cosa que humo.
- De lo que cogiste, págame - vociferaba Fabratto.

Identidad de la imagen, 1998. Manuel Felguérez
Tanta fue la disputa que, por no haber ocurrido nunca antes un pleito de esta naturaleza, llegó al Soldán. Éste, por la mucha novedad del caso, reunió a los sabios. Se trabó pleito. Los sabios sarracenos comenzaron a sutilizar. Uno sostenía que el humo no era del cocinero y aducía que: el humo no se puede retener, se convierte en olor que carece de sustancia y de propiedad alguna que sea útil, y no debe, pues, pagarse. Otro decía que el humo está unido al manjar; de él depende y se genera de sus propiedades, el cocinero vende su mercancía, si se toma el humo se debe, pues, pagar. Hubo muchos pareceres. Finalmente un sabio impuso su consejo diciendo:
- Puesto que el cocinero está para vender su mercancía y el otro para comprarla, tú, justo señor, haz que pague justamente su valor. Si cuando el cocinero vende una útil propiedad del manjar, se le paga con útil moneda, ahora que ha vendido humo, que es la parte inútil de la cocina, haz, señor, sonar una moneda, y juzga que tenga por pago el sonido que de ella sale. 
Y así sentenció el Soldán que fuese observado.

¿No te recuerda esto a la imaginación?"

Hugo Hiriart, Los dientes eran el piano. Un estudio sobre arte e imaginación, México, Tusquets, 1999. ISBN 968772383-1

domingo, 21 de noviembre de 2010

Caminar despacio por las calles. VIII

"Salimos, el viento de regreso nos daba por detrás, nos pezcaba del cogote, nos propinaba alguna patada. Una ola mayor nos salpicó y me entró la alegría de correr durante unos pasos. Don Gaetano se sujetaba en la cabeza la boina empapada. Estábamos solos, `o vient ´había encerrado a la ciudad en casa. Me la imaginé abandonada, con las personas que habían huido, dejando las puertas abiertas y las ollas en el fuego. Podía entrar en todos los edificios, sentarme en el sillón del obispo y del alcalde, vivir en el palacio real, subir a los barcos. También los americanos habían desaparecido, dejando el portaviones vacío en medio del puerto. La idea me hacía cosquillas en la nariz. Duró hasta que los vi venir contra el viento cara a nosotros. Corrían en grupo, con camiseta, pantalones cortos y tenis deportivos. Nosotros somos muy abrigados y ellos medio desnudos: habían desaparecido los ciudadanos, habían desembarcado los marcianos. Don Gaetano y yo nos miramos los pies para saber si estábamos en el suelo o por el aire. Correr para nosotros era un verbo serio. 
Uno de nosotros echaba a correr para escapar de un terremoto, de un bombardeo. Correr sin ser perseguidos era como hervir agua sin tener la pasta. Nos pasaron por delante concentrados en sus movimientos, resoplando contra el viento. 
- No puede ser de verdad, don Gaetano, ésta es una alucinación debida al café hirviendo.
- Vaya si existen. Son el último pueblo inventado por el mundo, el último en llegar. Saben hacer la guerra y los automóviles. Es un pueblo de niños engrandecidos. Si les preguntas dónde se encuentran, contestan que lejos de casa. Existen. Para ellos, somos nosotros los inexistentes. Se cruzan con nosotros, nos pasan por delante y no nos ven. Viven aquí y ni siquiera ven el volcán. He leído en el periódico que un marinero americano se ha caído en la boca del Vesubio. No es nada raro, no lo había visto. 

Dejamos el paseo marítimo, entre los callejones reapareció nuestra multitud, tupida y despistada. Los viejos se movían inseguros, en busca de apoyo, los niños abrían los brazos para dejarse arrastrar por los golpes del viento. No había ropa tendida, retirada para no perderla dentro de las ráfagas. Sin sábanas colgadas se veía en lo alto el cielo jaspeado de nubes hinchadas, aromáticas como las empanadas fritas. 
- ¿Tienes hambre? - me preguntó don Gaetano, echando un ojo hacia lo alto. 
Había oído mis pensamientos sobre la nube.
- Culpa de ellas, están fritas por vocación. 

Era el día de la convalecencia de la felicidad. Don Gaetano y `o vient ´ habían cargado con el cometido de hacerme digerir el domingo. Lo estaban consiguiendo. Así supe de la felicidad que ha de olvidarse al día siguiente. No pensaba en Anna. Las magulladuras del cuerpo bastaban para dar cuenta del paso radiante de la felicidad. "

Erri de Luca, El día antes de la felicidad, traducción de Carlos Gumpert, México, Sexto Piso, 2010. ISBN 978-607778104-2

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"La felicidad es un "regalo". Tiene un antes y un después, posibles de identificar si se presta atención a la multiplicidad de signos en los que se revela su nombre. Descifrar su llegada constituye un verdadero arte. Don Gaetano, portero de un edificio en la Nápoles de los años cincuenta, tiene el don de escuchar los pensamientos de las personas. Será él quien, a través de sus historias sobre la crudeza de la guerra y el heroísmo del pueblo napolitano, inicie en este arte al narrador de la novela, un joven huérfano de dieciocho años. 

Erri de Luca nació en Nápoles en 1950. A los dieciocho años ingresó a las filas de Lotta Continua, movimiento político de izquierda del que fue dirigente en los años setenta. Luego de desempeñar distintos oficios - camionero, obrero, albañil -, se inclinó por la escritura, constituyéndose como uno de los autores italianos más importantes en la actualidad. El día antes de la felicidad es uno de sus más recientes trabajos. "

Editorial, Sexto Piso

martes, 16 de noviembre de 2010

Caminar despacio por las calles. VII

Christo, Mastaba project, 1966
" Se durmió. Cuando volvió a abrir los ojos y se dejó rodar sobre la espalda, el sol se ponía. El viento pasó a través de las hierbas con un rumor misericordioso. Tres pinos anudaban y desanudaban fraternalmente sus ramas con grandes gestos apaciguadores. Robinsón sintió que su alma ligera volaba hacia una pesada nave de nubes que cruzaba el cielo con una majestuosa lentitud. Un río de dulzura corría dentro de él. Fue entonces cuando tuvo la certeza de un cambio en el peso de la atmósfera quizá, o en la respiración de las cosas. Se hallaba en la otra isla, la que una vez había entrevisto y que nunca más se había vuelto a mostrar después. Sentía, como nunca anteriormente, que estaba acostado sobre la isla, como si estuviera sobre alguien, que tenía el cuerpo de la isla bajo sí. Era un sentimiento que jamás había experimentado con aquella intensidad, ni siquiera cuando caminaba con los pies desnudos sobre los guijarros y sin embargo !era tan vivo! La presencia casi carnal de la isla contra él, le calentaba, le emocionaba. Estaba desnuda, aquella tierra que le envolvía. El se desnudó a su vez. Con los brazos en cruz, el vientre tenso, abrazaba con todas sus fuerzas aquel cuerpo telúrico, quemado durante toda la jornada por el sol y que liberaba un sudor almizclado en el aire más fresco de la tarde. Su rostro cerrado escarbaba en la hierba hasta las raíces y con la boca sopló un aliento cálido en pleno humus. Y la tierra respondió: le envió al rostro una bocanada sobrecargada de olor que enlazaba con el alma de las plantas fenecidas y el olor a cerrado, pegajoso de las simientes de los brotes en gestación. !Hasta qué punto se entremezclaban y confundían sabiamente la vida y la muerte en aquel nivel elemental! Su sexo agujereó el suelo como si fuera la reja de un arado y se vertió allí en una inmensa piedad por todas las cosas creadas. !Extraña sementera a imagen del gran solitario del Pacífico! Aquí yace, agotado, aquel que casó con la tierra y le parece - minúscula rana adherida perezosamente a la piel del globo terráqueo - girar vertiginosamente con ella en los espacios infinitos... Al fin se levantó de nuevo en medio del viento, un poco aturdido, y fue saludado con vehemencia por los tres pinos unánimes a los que respondió la ovación lejana del bosque tropical cuyo plumón verde y tumultuoso bordeaba el horizonte. "

Michel Tournier, Viernes o los limbos del Pacífico, México, Alfaguara, Colección Fin de Siglo, 1992. ISBN 9-789682-939662

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"Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro: el verano se adelantó. Puse la cama cerca de la pileta de natación y estuve bañándome, hasta muy tarde. Era imposible dormir. Dos o tres minutos afuera bastaban para convertir en sudor el agua que debía protegerme de la espantosa calma. A la madrugada me despertó un fonógrafo. No pude volver al museo, a buscar las cosas. Hui por las barrancas. Estoy en los bajos del sur, entre plantas acuáticas, indignado por los mosquitos, con el mar o sucios arroyos hasta la cintura, viendo que anticipé absurdamente mi huida. Creo que esa gente no vino a buscarme; tal vez no me hayan visto. Pero sigo mi destino; estoy desprovisto de todo, confinado al lugar más escaso, menos habitable de la isla; a pantanos que el mar suprime una vez por semana.
Café VI ©Johanna Lozoya 2010
Escribo esto para dejar testimonio del adverso milagro. Si en pocos días no muero ahogado, o luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante sobrevivientes y un Elogio de Malthus. Atacaré, en esas páginas, a los agotadores de las selvas y de los desiertos; demostraré que el mundo, con el perfeccionamiento de las policías, de los documentos, del periodismo, de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualquier error de la justicia, es un infierno unánime para los perseguidos. Hasta ahora no he podido escribir sino esta hoja que ayer no preveía. !Cómo hay de ocupaciones en la isla solitaria! !Qué insuperable es la dureza de la madera! !Cuánto más grande es el espacio que el pájaro movedizo!
Un italiano, que vendía alfombras en Calcuta, me dio la idea de venirme; dijo (en su lengua):
- Para un perseguido, para usted, solo hay un lugar en el mundo, pero en ese lugar no se vive. Es una isla. Gente blanca estuvo construyendo, en 1924 más o menos, un museo, una capilla, una pileta de natación. Las obras están concluidas y abandonadas.
Lo interrumpí; quería su ayuda para el viaje. El mercader siguió:
- Ni los piratas chinos, ni el barco pintado de blanco del Instituto Rockefeller la tocan. Es el foco de una enfermedad, aún misteriosa, que mata de afuera para adentro. Caen las uñas, el pelo, se mueren la piel y las córneas de los ojos, y el cuerpo vive ocho, quince días. Los tripulantes de un vapor que había fondeado en la isla estaban despellejados, calvos, sin uñas - todos muertos - cuando los encontró el crucero japonés Namura. El vapor fue hundido a cañonazos.
Pero tan horrible era mi vida que resolví partir... El italiano quiso disuadirme; logré que me ayudara.
Anoche, por centésima vez, me dormí en esta isla vacía... Viendo los edificios pensaba lo que habría costado traer esas piedras, lo fácil que hubiera sido levantar un horno de ladrillos. Me dormí tarde y la música y los gritos me despertaron a la madrugada. La vida de fugitivo me aligeró el sueño: estoy seguro de que no ha llegado ningún barco, ningún aeroplano, ningún dirigible. Sin embargo, de un momento a otro, en esta pesada noche de verano, los pajonales de la colina se han cubierto de gente que baila, que pasea y que se baña en la pileta, como veraneantes instalados desde hace tiempo en los Teques o en Marienbad."


Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel, Buenos Aires, Emecé Editores, 1953.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Etgar Keret: "GOTAS"

    
" Mi novia dice que alguien en Estados Unidos ha inventado una pastilla que hace que no te sientas solo. Lo oyó ayer, en la cápsula informativa Sesenta segundos de la emisora del ejército, y ya le está enviando una carta urgente a su hermana para que le compre un cargamento y se lo mande por correo. En Sesenta segundos dijeron que en la Costa Este la venden en todos los comercios y que en Nueva York ya ha causado furor. Viene en dos presentaciones: en gotas o en aerosol. Mi novia lo ha pedido en gotas, porque puede que no se quiera sentir sola, pero lo que no quiere es dañar la capa de ozono. 

Las gotas te las echas en el oído y al cabo de veinte minutos dejas de sentirte solo. Actúan químicamente sobre no sé que zona del cerebro, habían explicado por la radio, pero mi novia no lo había entendido bien. Porque no es que sea precisamente Madame Curie, mi novia, y yo hasta diría que es un poco boba. Se pasa el día sentada pensando en que le voy a ser infiel, que la voy a dejar y cosas así. Pero yo la quiero, la quiero con locura. Cuando vuelve de la oficina de correos me dice que ahora ya puede dejar de vivir conmigo. Porque las gotas, tarán-tarán, van a llegar pronto y ya no le va a dar miedo estar sola.

 - ¿Dejarme? - le digo -. ¿Por unas gotas?¿Cómo es posible?
Pero si la quiero, la amo con locura.
- Vete, si quieres - le digo -, pero quiero que sepas que ni esas asquerosas gotas para los oídos ni ningunas otras te van a querer como yo te he querido. 
Lo que sí es verdad es que las gotas de los oídos no le van a ser infieles. Eso es lo que ella dice, después, se va. Como si yo sí le fuera a ser infiel.

Ahora ha alquilado una buhardilla en Florentin y todos los días espera al cartero. Yo, por mi parte, no tengo ninguna relación con el correo, no me emociona, y es que no tengo amigos en el extranjero que me manden cosas. si los tuviera, hace ya tiempo que habría ido a visitarlos. Habría salido a tomar unas copas con ellos y les habría contado mis penas. Los abrazaría mucho y no me avergonzaría de llorar delante de ellos y todas esas cosas. Podríamos estar juntos años, pasarnos así la vida entera. De la manera más natural, como siempre se ha hecho, muchísimo mejor que con unas gotas."

Etgar Keret, "Gotas", en Extrañando a Kissinger, México, Sexto Piso, 2009. ISBN978-607-7781-00-4

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"Nacido en Tel Aviv en 1976, Etgar Keret es, hoy en día, el escritor más popular entre la juventud israelí. Keret comenzó a escribir en 1992 y desde entonces ha publicado cuatro libros de cuentos, una novela, tres libros de cómic y un libro para niños. Sus libros han sido best-sellers en Israel y han recibido elogios de la crítica internacional. (...) Más de cuarenta cortometrajes se han basado en sus historias. Sus cuentos han sido adaptados al teatro en Israel.

Desde su irrupción en el panorama literario internacional, Etgar Keret ha cautivado a lectores de todo género y edad con su particular estilo literario. En relatos de unas cuantas páginas, Keret plasma situaciones límite de la vida diaria, que cuando es mirada a través de su minuciosa lupa, revela no tener nada de cotidiana. Su escritura refleja la volátil, violenta e incierta realidad de Medio Oriente, pero no desde la grandilocuencia ética o moral, sino mediante fugaces destellos de situaciones y personajes inmersos en un caos que los trasciende, en un intento por mantener la cabeza a flote, encontrando valor y sentido en el absurdo circundante."


Editorial Sexto Piso


sábado, 30 de octubre de 2010

Los incorruptibles...

Diciembre 1937. Un niño espera a que se descongele la leche (Gettyimages)
" En su conocido ensayo sobre La experiencia de la lectura ya C.S. Lewis insistía en que los buenos libros, los que proporcionan una ampliación de nuestra conciencia, se diferencian de los otros en que "proponen una buena lectura", y necesitan lectores críticos y con gusto. "El valor de la literatura se verifica cuando tiene buenos lectores". Ser buen lector no requiere ser pedante, docto, erudito, ni nada parecido. Leer bien requiere atención, agudeza y tiempo. Y ese educado hábito es lo que ahora, con la proliferación de publicaciones y entretenimiento fácil, parece muy amenazado. Este es el asunto central del último capítulo de Manguel: la comercialización de la literatura, que se hace trivial y banal para el consumo de una sociedad masiva y mediática. "Las cadenas de librerías venden el espacio de sus escaparates y mesas al mejor postor, de forma que lo que ve el público es aquello que la editorial paga para que se vea. En consecuencia, pilas de libros que anunciados como best sellers ocupan la mayor parte del espacio físico de la librería y todos ellos, como las salchichas, llevan un fecha de caducidad implícita que garantiza una producción constante". Novelas superficiales inundan el mercado, gozan de amplia publicidad bien pagada,  y con lenguaje facilón e intriga trepidante ofrecen saciar las ansias lectoras de un público espeso, vasto, apresurado y unánime. La publicidad es engañosa; la crítica a menudo negligente. No es fácil, en mi opinión, definir qué es buena literatura; hemos de recurrir al juicio de los raros buenos lectores. Aún quedan; incluso entre los viajeros del metro. Como los buenos relatos, amigas voces de alerta, a contrapelo de las modas, siguen ahí, incorruptibles."


fragmento del artículo de Carlos García Gual, Utilidad de la ficción. La verdadera lectura sigue siendo un desafío intelectual, un arte y una educación sentimental, en El País, sábado 30 octubre 2010.

domingo, 24 de octubre de 2010

Caminar despacio por las calles. VI

" Cuando le preguntaron cómo era Grecia, habló de una larga fila de casas de salud levantadas a orillas de un mar cuyas aguas emponzoñadas llegaban hasta las angostas playas de agudos guijarros, en olas lentas como el aceite.
Cuando le preguntaron cómo era Francia, recordó un breve pasillo entre dos oficinas públicas en donde unos guardias tiñosos registraban a una mujer que sonreía avergonzada, mientras del patio subía un chapoteo de cables en el agua.
Cuando le preguntaron cómo era Roma, descubrió una fresca cicatriz en la ingle que dijo ser de una herida recibida al intentar romper los cristales de un tranvía abandonado en las afueras y en el cual unas mujeres embalsamaban a sus muertos.
Cuando le preguntaron si había visto el desierto, explicó con detalle las costumbres eróticas y el calendario migratorio de los insectos que anidan en las porosidades de los mármoles comidos por el salitre de las radas y gastados por el manoseo de los comerciantes del litoral.
Cuando le preguntaron cómo era Bélgica, estableció la relación entre el debilitamiento del deseo ante una mujer desnuda que, tendida de espaldas, sonríe torpemente y la oxidación intermitente y progresiva de ciertas armas de fuego.
Retrato de George Dyer en un espejo, 1968, Francis Bacon
Cuando le preguntaron por un puerto del Estrecho, mostró el ojo disecado de un ave de rapiña dentro del cual danzaban las sombras del canto.
Cuando le preguntaron hasta dónde había ido, respondió que un carguero lo había dejado en Valparaíso para cuidar de una ciega que cantaba en las plazas y decía haber sido deslumbrada por la luz de la Anunciación."

Alvaro Mutis, La muerte del Capitán Cook ( Los trabajos perdidos), Summa de Maqroll el Gaviero, Poesía, 1948-1997, Introducción y edición Carmen Ruiz Barrionuevo, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca- Patrimonio Nacional, Biblioteca de América, num. 12, 1999. ISBN84-7481-882-6

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" A veces, sobre las seis de la tarde, cuando Kronz volvía a pie hasta el hotel desde la zona donde estaba el hospital, cruzaba con precaución la Plaza Cataluña, evitando así el tumulto de gente que se arremolinaba junto al metro y que a esa hora salí en desbandada del Corte Inglés. Comenzaba a sentirse incómodo entre tanto ruido. Así que se subió el cuello del abrigo y entro en el Zurich. Le costaba creer que en el espacio más bien reducido se pudiera reunir tanta gente para hablar todos al mismo tiempo.
Después de tomar asiento junto a la ventana, el doctor supuso que el ambiente habría sido insoportable de no ser por la calidad del chocolate, que resultó excelente. Se recostó en la silla, estirando las piernas por debajo de la mesa mientras se desabotonaba el abrigo. Es estruendo de voces, que aumentaba a medida que los clientes iban llegando, la forma en que los camareros hacían sus pedidos gritando desde un extremo al otro del local, confirmaron su inicial sospecha, tal vez un tanto temeraria. A pesar de que aún no estaba familiarizado con la ciudad, recordó el comentario que hiciera casualmente uno de los colegas del hospital. En España hay que hacerse oír a gritos, de lo contrario nadie te toma en cuenta. Trataba de no pensar en Praga, pero inevitable y se preguntaba si volvería alguna vez allí. Y entonces se dio cuenta de lo espantoso que esto podía ser: no sólo había abandonado Praga sin un propósito determinado, sino que ya empezaba a experimentar el peso de la traición. Se dijo que siempre sería un extraño, dondequiera que fuera. ¿Es que tendría siempre la sensación de estar en la orilla equivocada del río? A su derecha vio cabezas, bigotes y cuerpos corpulentos chocando unos con otros hasta irse abriendo paso. Al fin se presentó un camarero gordo, de voz solemne, que lo sacó de sus torvos pensamientos. Y le preguntó, con el brazo en alto, si deseaba algo más. Pidió otro chocolate, señalándole la taza con un gesto vago. Pagó con un billete que había extraído del fondo del bolsillo y, al terminar, se dirigió a la puerta.
Se sintió contento cuando estuvo en la calle. Le empezaba a gustar el caos de la ciudad. Tuvo la intención de ir al hotel, aunque la idea de pasear le resultó curiosamente excitante y renovadora. Percibió el olor fétido que procedía de los zaguanes. La proximidad de los mariscos le recordó un sueño. Un sueño de cangrejos confabulados sobre una mujer con los senos llenos de hematomas. Después bajó por las Ramblas caminando despacio hacia Colón, advirtiendo la actividad de los vendedores a ambos lados de la calle. Pasó junto al quiosco de revistas y se quedó absorto frente a las jaulas de los monos, loros y cacatúas de plumas erizadas y deslucidas por el frío, cuyos agudos chillidos aún conservaban la nostalgia de la selva. Al igual que el día anterior, a esa misma hora, había empezado a caer una llovizna un tanto pegajosa. Siguió caminando: el aire salino le había quemado la cara como si viniera directamente del puerto."

Coffe House, Harry Mayerovitch, 1980-8
Javier Vásconez, El viajero de Praga, México, Alfaguara, 1996. ISBN 9-789681-902537

viernes, 15 de octubre de 2010

El enganche de las sirenas

por Johanna L.

Letras y números han mantenido siempre una estrecha relación a lo largo de la historia, compleja a veces, imposible en otras, pero siempre muy pendientes las unas de los otros. (...) Esto se traduce en un mercado literario cuyo paisaje ha empezado a transformarse en busca de un lugar seguro. "Los grandes autores venden ahora más que nunca y cuesta más lanzar a los recién llegados", dice Anik Lapointe, editora de RBA (...) "La literatura clásica se vende muy poco, mucho menos que antes", comenta Eva Cuenca, de Mondadori. (...) Algo en lo que coinciden todos los editores consultados es precisamente en lo que llaman "la desaparición de la clase media". Esa nebulosa poblada por escritores que resultaban clave para matizar los catálogos y con una sólida base de lectores se tambalea ahora a medida que el mercado vira y se inclina hacia uno u otro extremo. (...) Para Anik Lapointe, de RBA, el ya mencionado género negro es el gran beneficiario de la actual situación económica. (...) La cuestión es que las sagas detectivescas jamás habían sido tan populares como ahora, (...) La editora de RBA apunta también a otro de esos factores que no beben en la sequía económica y que conectan con otro boom reciente: "Los libros que pertenecen a una serie, en la que el protagonista se repite de un volumen a otro, también genera un rendimiento excelente y en cierta forma recuerdan al formato episódico de la televisión, que es algo que engancha mucho. 

© Johanna Lozoya
Tomo un poco de café y dejo sobre la mesa este artículo que se ha publicado en El País el pasado sábado dos de septiembre. Me inquieta el título "El refugio de los lectores".  Pienso en la palabra refugio. Parece, efectivamente, sacada de las novelas detectivescas a las que alude. A esas que, en honor a la verdad "enganchan" y enganchan a miles sobre todo cuando se articulan en la pantalla. Y eso está bien, digo yo (personalmente hay algunas que me gustan mucho) ...pero hay algo que... no sé. Lo del refugio y del enganche,  lo del boom, boom del bang, bang me recuerda a las virtudes del fast food: rápida, elemental y barata. Aunque lo último no procede: al menos en este país, el precio de un bestseller es lo que la clase media (esa que dicen que está desapareciendo) paga por un estofado de carne.  

Y luego están las novelas de vampiros que rebosan en los estantes de "Novedades". Otro género beneficiario de la actual situación económica. Estos seres están tan deteriorados como la clase media: neuróticos,  tristes e irremediablemente mortales. ¿Dónde quedó la sensualidad y los rayos del sol? Ahora son tan cool, que en lugar de incinerarse con la luz del día, se les llena el cuerpo de brillitos. Una especie para Green Peace, diría yo. ¿ Y qué hay de los temas cliché? Temas  de primera importancia que se han transformado en producto de consumo inserto en una red de mercado envidiable: el 11 de septiembre, la guerra de Irak, el contrabando de jóvenes africanas, los inmigrantes musulmanes en las cumbres asturianas, las mafias rusas o los machines del narcotráfico latinoamericano... "es algo que engancha mucho". 


Tomo otro poco de café. Debe ser que hay días en que uno amanece con nubarrones a lo Pessoa : " hay momentos en que todo cansa, hasta lo que nos descansaría". Sólo una cosa me pregunto: ¿realmente está desapareciendo la clase media como autora y lectora literaria? Bajo mi punto de vista, en las últimas décadas el nivel económico y de consumo de esta clase social ha sido adquirido por un mayor sector de la población. Se ha mejorado el nivel económico ¿pero acaso estos nuevos mundos han adquirido los valores e imaginarios de eso que se ha definido con ortodoxia en este artículo como "la clase media"?

 

viernes, 8 de octubre de 2010

Caminar despacio por las calles. V

"Wadi al- Uyún: un pedazo de verdor en medio de un desierto hosco y obstinado, como surgido de las entrañas de la tierra o caído del cielo. Era distinto de todo lo que lo rodeaba o, más bien, ningún lazo parecía unirle con su entorno, hasta tal punto que uno se preguntaba perplejo cómo tanta agua y vegetación había podido nacer en un lugar como aquel. Pero el asombro se iba desvaneciendo progresivamente para dar paso a un misterioso respeto seguido de una absorta contemplación. Constituía uno de esos pocos casos en que la naturaleza expresa su genio y su obstinada volubilidad, resistiéndose así a cualquier explicación.

Wadi al- Uyún podía parecer para los que lo poblaban un lugar convencional. De hecho, no les solía suscitar grandes interrogantes. Estaban demasiado acostumbrados a ver los palmerales llenar el valle, las fuentes brotar aquí y allá en invierno y a principios de la primavera. Pese a ello, sentían que un poder sobrenatural los protegía y les hacía la vida más fácil. Cuando llegaban las caravanas, envueltas en una nube de polvo y demolidas por el cansancio y la sed, redoblando esfuerzos en el último tramo del viaje para alcanzar lo antes posible el valle, a los recién llegados les sobrecogía una embriaguez y cierto desfallecimiento. A la vista del agua, sin embargo, reprimían todo su entusiasmo y se decían que aquel que creó la Tierra y a los hombres creó también Wadi al- Uyún en ese preciso lugar para salvarlos de una muerte segura en medio de aquel pérfido e ingrato desierto. Una vez detenida la caravana, descargados sus fardos y saciada la sed de hombres y animales, ese cálido sopor se transformaba en un incontenible sentimiento de satisfacción que se apoderaba de todo cuanto existía, sin que nadie pudiera comprender si ese bienestar era fruto del clima, de la frescura del agua o del saberse fuera de peligro. Esto se hacía extensible también a las bestias, que se mostraban menos vigorosas y menos predispuestas a soportar pesadas cargas.
(...)

Detrás de Wadi al-Uyún y también a sus alrededores se alzaban unas cuantas colinas arenosas que, aunque alguna vez podían deslizarse ligeramente, solían permanecer inmóviles, debido sobre todo a la dirección del viento y al tipo de tierra, que las elevaba en medio de una ancha planicie. Estas colinas servían de puntos de referencia, y se las bautizaba para distinguirlas. Al este, se hallaba Dahra, y al norte, Watfa y Umm al -Azl. Las colinas situadas al sur y al oeste revestían menor importancia tanto para los aldeanos como para los viajeros, pero incluso a estas se les puso un nombre, porque en el desierto dar un apelativo a las cosas va más allá del simple capricho. El nombre, creado por la propia naturaleza, revela el grado de importancia de un lugar o los rasgos que lo definen y permiten identificarlo.
(...)

Los habitantes de Wadi al- Uyún eran como sus aguas: cuando estas se desbordaban, ellos también rebosaban. Este exceso ( tal como sucedía con la emigración, con el viaje) casi era para ellos una necesidad. La emigración, el viaje..., siempre el mismo ciclo. Un día se daban cuenta de que eran demasiados y de que Wadi al- Uyún ya no podía sustentarles a todos. Entonces, mandaban a los jóvenes con edad de viajar a buscar nuevos lugares donde vivir y ganarse la vida. Esta decisión podría parecer un tanto equívoca al no depender, como era el caso en otras zonas, de las estaciones del año, de las lluvias ( que podían llegar a caer una vez cada tantos años), de los pastos que rodeaban el valle o de las fuentes, incluso cuando estas brotaban por doquier. Se trataba más bien de una especie de empecinamiento enfermizo que crecía secreta y lentamente en los corazones de la gente. Esta obcecación, que se manifestaba sobre todo en los adultos, aunque intentaran ocultarlo o resistirse a ella, habitaba también en los jóvenes y en las mujeres: en los primeros de un modo más acentuado e irreprimible y, en las segundas, con un cariz de tristeza y desespero. Pero el deseo de descubrir el mundo, el sueño de la abundancia y una nostalgia de algo indescriptible asediaban a los más jóvenes de tal modo que la espera se les hacía insoportable. Incapaces de escuchar los consejos de los mayores, a menudo acababan tomando ellos solos la decisión, por dura que fuera.

No había un solo hombre en Wadi al-Uyún, especialmente de cierta edad, al que no hubiese seducido alguna vez el deseo de viajar. Raros eran también los ancianos que no hubiesen emprendido nunca en su vida algún viaje. Es verdad que estas marchas podían tener una duración y unas consecuencias de muy diversa índole: desde aquellas que se prolongaban muchos años, llegando incluso a durar toda una vida, hasta las que terminaban al cabo de unos pocos meses. En ambos casos, el viajero podía regresar decepcionado o triunfante, aunque siempre invadido por una gran nostalgia e impregnado de recuerdos, imágenes y anhelos de reemprender la marcha. Tampoco las causas que movían a los hombres de Wadi al-Uyún a partir se dejaban resumir en pocas palabras. Cada uno tenía sus propias motivaciones y esperanzas, y en su mayor parte no coincidían con las de los demás. Éxito y fracaso, riqueza y pobreza, eran conceptos cuyo significado divergía de una persona a otra. Si bien muy a menudo, a su regreso, los viajeros traían consigo innumerables anécdotas y relatos, así como largas noches repletas de sueños, lo cierto es que siempre continuaban siendo pobres, o casi siempre, lo cual no les impedía contar un sinfín de historias acerca de sus andanzas, hablar de cuánto dinero acumularon y de cómo lo perdieron. Y es que las cosas buenas de la vida, decían, no son nunca imperecederas."

Abderrahmán Munif, Ciudades de sal, traducción del árabe Anna Gil Bardají, Bogotá, Editorial Norma. Colección La Otra Orilla, 2007. ISBN9-789580-499800

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"Segundo día: Estamos acampados junto a un arroyo, en un lugar llamado Sheib Mahomedi. Hacia el norte, se ven manchas de humo negro procedentes de los pozos de bitumen de Kubaysah. Esta mañana he tenido que vestirme con aba e ismak porque, según me ha dicho Saleh por encargo de Jassem, mi sombrero inglés podría originar cierta desconfianza hacia nuestra caravana.
- Maldito gorro inglés no bueno. Gorro árabe bueno.

Una caravana atraviesa el desierto de Siria, 1925 ©Bettman/CORBIS
Así pues, vestido con toda la pompa de un recién estrenado aba de Bagdad, estoy tumbado en una alfombra delante de mi tienda bajo un reluciente cielo jaspeado como la turquesa. Distingo a poca distancia los grandes fardos que transportan los camello de Jassem er Rawwaf apilados en semicírculo para resguardar la hoguera; en torno al fuego se encuentran acuclillados los miembros más serios de la caravana tomando café. Enfrente, tengo la tienda inglesa del sayyid Mohamed donde, al parecer, se reúne la dorada juventud. Las balas de los otros siete u ocho grupos que integran la caravana están colocadas en forma de media luna, como las de Jassem, para proteger las fogatas del viento. Aparte del sayyid y yo, y las danzarinas de camino hacia Alepo, sólo hay un comerciante de Damasco suficientemente refinado como para disponer de tienda propia. Todos los demás están acomodados en alfombras en torno a las hogueras, bajo el cielo azul. Han llevado a los camellos a pastar en la reseca maleza de los cerros cercanos a la charca y sus oscuras siluetas se recortan contra la línea del horizonte en insólitas actitudes. De vez en cuando se observa a un guardián, con el fusil colocado sesgadamente en la espalda, vigilando inmóvil desde la cima de una de las colinas de tonalidades ocre, violeta y acero, que se extienden en todas las direcciones como una vasta superficie de olas de mar.
Abajo, en la poza donde me acababa de dar un baño, tuve una larga conversación, basada únicamente en siete palabras y una considerable pantomima, con uno de los criados del sayyid Mohamed, un individuo alto de estilizadas extremidades llamado Suleiman. Me preguntó por un inglés conocido como "Hilleby" con cuya caravana había estado el camellero en el Najd y, al enterarse de que los conocía, exteriorizó una notable euforia. También él vestía como un árabe y apreciaba el dulce aire del desierto.
- Aire del desierto dulce como la miel. Aire de Bagdad, sucio.
Al terminar de hablar cortó una rama de una planta aromática y me la hizo oler. Recordaba un poco al romero.
- El desierto como esto - volvió a decir y, enseguida, una mueca de asco le contrajo al cara - . Ingliz de Bagdad como esto. "Hilleby" amigo árabes, no tener miedo al desierto. Bueno.
A continuación me agarró de la mano para llevarme a la tienda del sayyid donde, tras haberme hecho sentar en el lugar de honor, me sirvió café y dátiles. Cuando llevaba un buen rato allí sentado, intentando captar alguna palabra suelta de una charla que parecía versar sobre el Najd, la prohibición de fumar en todo su territorio y la extraordinaria bondad de Ibn Saud, a quien incluso los ingleses llamaban sultán, apareció Fahad, mi camellero, para comunicarme que la cena estaba dispuesta. Tanto él como Saleh me transmitieron la idea de que los hombres de Jassem, viéndome permanecer tanto tiempo en las tiendas del sayyid Mohamed, juzgaban excesiva mi afición a las compañías poco recomendables. Al menos, eso me insinuó Saleh tras regresar con los camellos al campamento a la puesta del sol.
- Sayyid maldito no bueno - me dijo.
Las relaciones sociales resultan tan complicadas en el desierto como en cualquier otro sitio."


John Dos Passos, Orient Express, La Coruña, Ediciones del Viento, 2005. ISBN 9788493406042

miércoles, 6 de octubre de 2010

Caminar despacio por las calles. IV

"Sólo una vez en mi vida he experimentado hasta ahora la transformación. Para mí antes ésta había sido sólo una palabra, y cuando empezó, no de un modo sosegado sino de golpe, al principio creí que era mi final. Me alcanzó como una sentencia de muerte. De repente donde yo estaba no había nadie; en vez de mi, un desecho, para el cual, a diferencia de lo que ocurre con las conocidas formas grotescas de la antigua Praga, ni siquiera había la posibilidad de huir a las imágenes, por muy terribles que éstas fueran. La transformación me sobrevino sin una sola imagen, como un único estrangulamiento. Por una parte me quedé petrificado. Por otra seguí con mi vida cotidiana, como si no ocurriera nada. Así, en una ocasión vi como un transeúnte, lanzado por los aires por un coche, se posaba en el suelo con los dos pies, al otro lado del radiador, y yo, como si nada, seguí andando, por lo menos unos cuantos pasos. (...)


¿Transformación de quién? ¿Qué clase de transformación ? Para empezar sólo sé esto: en aquel tiempo  vivi la transformación. Me dio frutos como ninguna otra cosa me los había dado. Hace años ya que estoy consumiendo aquel período de tiempo, con un apetito siempre fresco. No hay nada que me pueda quitar del mundo aquella fructificación. Por ella sé lo que es existir.
Pero desde hace tiempo estoy esperando una nueva transformación. No estoy insatisfecho con la manera como transcurren mis días, e incluso estoy contento de que transcurran así. El modo de mi hacer, así como el de mi dejar de hacer, es, en general, el que me corresponde, y asimismo también lo que me rodea: la casa, el jardín, el pueblo, apartado y a la vez cercano a la gran ciudad, los bosques, los valles vecinos, las lineas de tren, la cercanía del gran París - una cercanía que se presiente, por el mismo hecho de ser invisible - , abajo, en la cuenca del Sena, al este, detrás del bosque de las colinas. Aquí, en este delicado silencio, quisiera quedarme tanto tiempo como fuera posible. (...)

Más bien lo que podría ocurrirme sería que, a ciegas, dejara de hacer todo lo que estoy haciendo, habitar, escribir, andar. Desde siempre estoy tentado a, de repente, dejar de hacer lo que hago, a interrumpir el juego y dejarme caer, o a correr a a darme con la cabeza contra la pared, o a pegarle en la cara al primero que encuentre, o a no mover nunca más un dedo y no decir nunca más una palabra. (...)

La nueva transformación quisiera que fuera sin tormento. Aquel estrangulamiento que duró años, interrumpido por momentos de gran lucidez, hace dos décadas, no debe repetirse. (...) Me gustaba ir solo y no obstante necesitaba ir con los demás; y cuando aquella alegría me llenaba, ya estaba ardiendo en deseos de estar con los ausentes: aquella plenitud, para que tuviera vigencia, tenía que compartirla inmediatamente con ellos y ampliarla. El gozo que había en mí sólo podía salir en compañía de otros, pero, ¿en compañía de quién?

Quedándome conmigo mismo, amenazaba con atrofiarme. La nueva transformación era urgente. Y a diferencia de lo que había ocurrido con aquella primera, que me había atacado por la espalda, esta vez iba a ser yo el que la pondría en marcha. La segunda transformación estaba en mis manos. No iba a empezar con un retraimiento sino abriéndome más y más, algo que yo llevaría a cabo de un modo decidido y a la vez prudente y cuidadoso. (...) Y así sueño escaparme a la ciudad portuaria más alejada del mundo, aire para los otros, disuelto en el soplo junto a las sienes. (...) Esta nueva transformación estoy decidida a llevarla a cabo aquí, en este paisaje, como alguien que reside aquí. No sé, en detalle, qué es lo que necesito para mi cometido, pero seguro que no es un viaje, por lo menos un gran viaje. Ahora un viaje así no sería más que una escapatoria. No quiero olvidar lo cerca que está la belleza, por lo menos aquí. Esta vez la partida tiene que producirse por medio de algo distinto que un cambio de lugar. Ya se ha producido con la primera frase de esta historia. (...)


                                Liébana © Johanna Lozoya

Pero esta historia sólo debe tratar de mí entre otras muchas cosas. Me siento impulsado a intervenir en el tiempo por medio de ella. Y como viajero, a diferencia de lo que me ocurría antes, hoy no podría intervenir ya en nada en ninguna parte. Del mismo modo como a uno se le pueden agotar los pueblos, las regiones e incluso los países enteros, se han agotado para mí el estar en el camino, el viajar. Incluso la idea de peregrinación, a donde sea, sin una meta convenida, que en un lapso de tiempo fue algo sólido y palpable, con los años es una posibilidad que se me ha cerrado. El permanecer en esta región se me presenta, ya desde hace mucho tiempo, como una abertura.
Esto no excluye que en mis notas aparezca también un viaje. En gran medida esto tiene que ser la narración de un viaje. Ésta tratará incluso de viajes, futuros, presentes y, sin embargo, espero, llenos siempre de descubrimientos. De todos modos el héroe de estos viajes no soy yo. Van a serlo unos cuantos amigos míos, que, de un modo u otro, los realizarán. Ya desde comienzos de este año están en camino, cada uno de ellos en una región del mundo distinta, a menudo incluso separados el uno del otro por continentes, como de mí, que estoy aquí, en esta región. Cada uno de ellos no sabe nada de su compañero, que está recorriendo el mundo al mismo tiempo que él. Sólo yo sé de todos ellos, y en mí, que estoy abajo, en la pequeña habitación que da al jardín, con la hierba casi a la altura de los ojos - hace un momento, en el aire tibio una abeja de enero pasó disparada por encima de ella -, está el punto del encuentro y de reunión de noticias.
(...)

Que el lugar donde vivo tiene la forma de una bahía, no lo vi hasta que un día lo tuve ante mis ojos desde la línea de las montañas que lo rodean, y pare ello tuve que estar arriba del todo, (...) Viendo la bahía se me calmaban todas las ansias de ver el mundo. Y nostalgia de mi país hacía tiempo que ya no tenía ¿y no era verdad que ahora, terminado casi el siglo, todo tipo de nostalgia por la patria había desaparecido ya del mundo, como si fuera una enfermedad vencida? Y para vivir allí, en aquel lugar, yo tampoco necesitaría ninguna distracción, ni ninguna concentración especial, ni cines ni partidos de fútbol, ni pasear por los bulevares, sentarme en la terraza de un bar, quizás ni siquiera leer ya. En comparación con la actividad de ver, registrar y transmitir lo que allí había, todo lo demás era perder el tiempo. "

Peter Handke, El año que pasé en la bahía de nadie, Madrid, Alianza Editorial, 1999. ISBN 84-206-5444-2

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Real de Catorce © Johanna Lozoya
"En un ingenioso ensayo sobre la estancia en el hogar - "un lugar para hartarse" - , Patricia de Martelaera (Verrassingen, [ Sorpresas] 1997) mancilla con el humor que la caracteriza las imágenes idílicas que las personas proyectan casi siempre de su hogar y de la estancia en casa: un lugar en el que deberías poder rastrear materialmente su identidad; eso es lo que esperan, o temen, según el caso. Pero estar en casa es casi siempre algo muy distinto, a menudo más extraño que encontrarse en el extranjero: es el lugar donde las cosas se hacen invisibles, donde dejamos de utilizar nuestros sentidos para explorar el mundo. En casa situamos nuestra capacidad de observación en el punto cero. Nuestro hogar es el sitio donde el mundo ser vuelve invisible, lo cual nos lleva al reposo que necesitamos para poder pensar en cosas más lejanas. En casa las cosas se ocultan bajo su notoriedad, todo desaparece y se neutraliza, los objetos y perspectivas parecen dormir, ningún asombro puede despertarlas, atravesamos las cosas sin obstáculos y estamos solos.

A eso lo llamamos hogar. Es el sitio donde podemos estar solos con nosotros mismos sin interferencias, no porque estemos en algún lugar, sino porque no estamos en ningún sitio. (...) El hogar es el lugar paradójico donde viajamos inmóviles por el mundo. (...) quien viaja de verdad, comprueba una y otra vez que las cosas nuevas a su alrededor le recuerdan de continuo a cosas que creía haber dejado atrás. También podemos decir que, quien viaja de verdad, siempre se queda un poco en casa. (...) No estar en casa, por tanto, quizá no sea otra cosa que un estado mental, una actitud, una forma de ascesis frente al mundo, o deberíamos decir: frente al pequeño mundo propio. No estar en casa significa quizá quedarse asombrado en tu pequeña habitación por cosas que ya hacía tiempo que no advertías. Quien vuelve a encontrar, al cabo de los años, un recuerdo oculto bajo el polvo, no contesta cuando llaman a la puerta."



Stefan Hertmans, "Nubes. Hogar" en Ciudades, traducción de Julio Grande, Valencia, Editorial Pre-Textos, 2003. ISBN 84-8191-569-6

domingo, 3 de octubre de 2010

Los girasoles ciegos ... ahora en pantalla

"Reverendo padre, estoy desorientado como los girasoles ciegos. A pesar de que hoy he visto morir a un comunista, en todo lo demás, padre, he sido derrotado y por ello me siento sicut nubes..., quasi flucturs..., velut umbra, como una sombra fugitiva.
Lea mi carta como una confesión, al cabo del cual, Dios lo quiera, absuélvame, pero si, como me temo, mi pecado no tiene perdón, rece por mí, porque de contrición yo mismo tengo dudas - tal es el Demonio de mi cuerpo -, aunque de mi atrición esta carta pretende dar cumplida cuenta. 
Todo comenzó cuando, siguiendo su consejo, Padre, me alisté en el Glorioso Ejército Nacional. Combatí tres años en el frente participando en la Cruzada, conviviendo con seres gloriosos y horrendos, con soldados llenos de ideales y mezquinos instintos, pero propensos a Dios cuando tienen que elegir entre la perdición y la Gloria. (...)

Probablemente los hechos ocurrieron como otros los cuentan, pero yo los reconozco sólo como un paisaje donde viven mis recuerdos. Sigo preguntándome cómo eran los árboles cuando los plantaron o cómo era mi madre siendo joven o qué aspecto tenía yo cuando era niño.
Todo lo que ha sobrevivido ha alterado poco a poco su recuerdo porque su presencia real es incompatible con la memoria, pero lo que hemos perdido en el camino sigue congelado en el instante de su desaparición ocupando su lugar en el pasado.
Por eso sé cómo era lo que ha desaparecido, lo que abandoné o me abandonó en un momento de mi vida y nunca regresó a donde lo real se altera poco a poco, a donde su actualidad no deja lugar a su pasado.
Quizás por eso recuerdo a mi padre joven, alto, escuálido y vigoroso abrazando a mi madre anciana cansada y dulce. Recuerdo al Hermano Salvador con su sotana castrense acosando a mi madre anciana, cansada y dulce y a unos policías procaces insultando a mi madre anciana, cansada y dulce. Pero sobre todo recuerdo a un niño lleno de complicidades con su madre anciana, cansada y dulce, a la que no logro recordar como me dijeron que fue: joven, vigorosa y dulce.

¡Ah! Ellos pretendieron alterar el orden de las cosas, modificar los designios del Señor ignorando que non est potestas nisi a Deo y tuvimos que enseñar un nuevo orden a los inicuos. Tuvimos que glorificar nuestra Victoria. 
Cuando regresé, Padre, macerado de desdichas y pecados, buscando el perdón al seminario, quizas hubiera sido mejor vuestro perdón que la dilatada prueba a la que vosotros, mis maestros, decidisteis someterme. Mi formación era superior a la de casi todos mis camaradas, pero acepté de buen grado incorporarme como profesor de Párvulos y Preparatoria en el Colegio de la Sagrada Familia. (...) Me incorporé a una orden menor donde olvidar mis desvaríos y recuperar la Luz.  (...) Todo empezó con un alumno extraño entre los párvulos. (...)


Ahora ya puedo hablar de todo aquello, aunque me cuesta recordar, no porque la memoria se haya diluido, sino por la náusea que me produce mi niñez. Recuerdo aquellos años como una inmensidad vivida en un espejo, como algo que tuve la desdicha de sufrir y observar al mismo tiempo. A este lado del espejo estaba el disimulo, lo fingido. Al otro, lo que realmente ocurría. (...)
Había un mundo que se llamaba Alcalá 177 y el piso tercero, letra C, era mi tierra. (...) Pero de todos los recuerdos, el que por encima prevalece es que yo tenía un padre escondido en un armario.



Hoy pienso, Padre, que me llamó la atención algo que distinguía de los demás: era un niño triste pero con una serenidad extraña para su edad. En sus juegos sin discordia, en su obediencia sin sumisión, en su interés por aprender y su orgullo por saber, en su silencio... (...) ¡Le pedíamos amor a su Patria y nos devolvía su silencio! (...)

Mi hogar se distribuía a ambos lados de un pasillo. (...) Entre todos los ruidos, entre todas las voces, entre todas las expresiones de vida a nuestro alrededor, mi padre, mi madre y yo teníamos perfectamente catalogados los que presagiaban peligro y los que reflejaban rutina. Nadie aludía nunca a esos silencios que el ascensor provocaba, como nadie hacía comentario alguno cuando mi padre, si alguien llamaba a nuestra puerta, se escondía en un armario empotrado tras un tocador con dos mesillas a ambos lados de un espejo."

Alberto Méndez, Cuarta derrota: 1942 o Los girasoles ciegos

Alberto Méndez, Los girasoles ciegos, Barcelona, Editorial Anagrama, 2004. ISBN9-788433-968555
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Caudillos © Johanna Lozoya
"Hemos tenido la libertad para torturar, para matar, para asesinar, y hemos tenido la libertad para luchar, para ir adelante, para intentar mantener la dignidad. Es aterrador el uso que se puede hacer de una palabra. Lo importante es que haya presencia de un sentido de responsabilidad cívica, de dignidad personal, de respeto colectivo; si se mantiene, si se construye, si no se acepta caer en la resignación, en la apatía, en la indiferencia, eso puede ser una simple semilla para que algo cambie. Pero yo soy consciente de que esto a su vez no significa mucho."

José Saramago, fragmento de texto en Revista Número, Bogotá, núm. 44, marzo-mayo de 2005, publicado en El País, sábado 2 de octubre de 2010.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Caminar despacio por las calles.III

Pasajeros del Fulda, 1925 ©Johanna Lozoya
"Pensamos que, para empezar, nos tomaríamos un vermut en el bar, y eso es lo que estamos haciendo, a la espera tranquila de la salida. Del bolso he sacado este cuaderno y uno de los cuatro tomitos en tela color naranja de Don Quijote que me acompañan; no hay prisa para deshacer las maletas. Tenemos por delante de nueve a diez días antes de desembarcar donde los antípodas; volverá a ser sábado y domingo, como mañana, además lunes y martes, hasta que termine esta civilizada aventura; el flemático holandés cuya cubierta hemos recorrido hace un momento no puede correr más rápido. ¿Por qué habría de hacerlo? La medida del tiempo que concuerda con su simpático tamaño medio es, sin duda, más natural y saludable que la convulsiva ansia de récord de aquellos colosos que en seis o incluso cuatro días atraviesan aceleradamente las inmensas vastedades que se extienden ante nosotros. Despacio, despacio. Richard Wagner opinaba que el verdadero tiempo alemán era el andante. Bien, hay bastante arbitrariedad en estas respuestas parciales a la cuestión, eternamente abierta, de "Qué es lo alemán?"; tienen un efecto más bien negativo al animar a definir como "poco alemán" las cosas más variadas, que en realidad no lo son, como el allegretto, el scherzando y el spirituoso. La frase wagneriana sería más feliz si dejara de un lado lo nacional que la sentimentaliza, y se atuviera a la dignidad objetiva de la lentitud, por la que la apruebo. Lo bueno necesita tiempo. Y también lo grande, dicho de otra manera: el espacio necesita su tiempo. Que hay una especie de hybris, algo sacrílego, en robarle una dimensión o reducírsela, me refiero al tiempo ligado naturalmente a él, es un sentimiento familiar para mí. Goethe, que era ciertamente un amigo del hombre, pero que no amaba la potenciación artificial de su capacidad perceptiva, microscopios y telescopios, hubiera aprobado este escrúpulo. Claro que uno se pregunta dónde se halla, entonces, el límite de lo pecaminoso, y si diez días no son tan transgresores como seis o cuatro. Piadosamente habría que concederle al océano ese mismo número de semanas y viajar con el viento que es una fuerza de la naturaleza; también lo es la fuerza del vapor. Por cierto, nosotros utilizamos gasóleo. Pero todo esto empieza a parecerse a una divagación.
Fenómeno comprensible. Es signo de una secreta excitación. Sencillamente tengo nervios de noche de estreno, ¿acaso es de extrañar? Mi primer viaje por el Atlántico, el primer encuentro y el conocimiento del mar océano me esperan, y al final, más allá de la curva de la tierra, sobre la que se extienden las gigantescas aguas, nos aguarda Nueva Amsterdam, la metrópoli. De su talla hay cuatro o cinco y forman una especie extraordinaria y monstruosa de lo urbano, de estilo excesivo y también sobresaliente en la clase de grandes ciudades, de modo parecido a como en el terreno de la naturaleza y del paisaje destaca sobremanera la categoría de lo natural elemental y primitivo, el desierto, la alta montaña y el mar.  (...)

[Este buen barco] Nos llevará a través de él [mar] como el blanco tren de lujo lleva al viajero de Jartum a través del horror, entre las mortíferas colinas candentes del desierto libio y arábico... "Abandono" - basta con pensar en la palabra para sentir lo que significa estar arropado por la civilización humana. No aprecio demasiado a aquel que a la vista de la naturaleza elemental se abandona exclusivamente a la admiración lírica de su "grandeza" sin dejarse invadir por la conciencia de su hostilidad horriblemente indiferente.
Por otro lado, es la época del año que suaviza la aventura y pone a esa hostilidad ciertos límites amables. La primavera está avanzada: en este tiempo no son de temer del océano extravagancias (...) ¡Otra cosa sería si estuviéramos en invierno! (...) ¿Olas? ¡Son montañas! ¡Son Gaurisankars! (...) Reina un espantoso, un infernal ruido, provocado en parte por los elementos desatados en el exterior, en parte por el barco que sigue avanzando empecinado y sacudido hasta sus últimas piezas. (...) En el mismo segundo, sin embargo, ha cambiado la situación del mundo en el sentido y al efecto de que ves la bandeja, boca abajo, sobre la cama de tu mujer... No es posible.
Así son lo relatos, ¿y cómo no habría de recordarlos mientras damos sorbitos a nuestro vermut de despedida y yo garabateo estas líneas? Desde luego no sería necesarios para reforzar mi respeto ante nuestra empresa, sencillamente porque soy un ser respetuoso y llevo, por así decir, las cejas encarnadas como todo al que le ha sido concedido el don ameno, aunque provinciano, de la fantasía. Uno jamás será un hombre de mundo con este don, porque "protege" - si es que corresponde el término laudatorio- de la superioridad hasta la vejez. Tener fantasía no significa inventarse algo; significa darle importancia a las cosas, y eso naturalmente no es mundano."

Thomas Mann, 19 de mayo del 34

Thomas Mann, Viaje por mar con Don Quijote, Barcelona, RqueR Editorial, 2005. ISBN 84-934047-6-4

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"Con frecuencia, la epifanía de los lugares está ligada a la génesis, al origen de un libro. Un paisaje, conocido o extraño, se nos revela de pronto rico en evocaciones y resonancias; parece también asomarse desde el interio y llevar a la superficie esos fragmentos de la historia y de la experiencia personal que, por alguna razón, se quedaron por largo tiempo en algún peldaño de la mente y la fantasía, sin llegar a estar conscientemente reelaborados hasta que algo los echa fuera, al igual que, durante una mudanza, un pequeño accidente saca a relucir papeles que habían terminado en una hendidura entre dos cajones. Es precisamente en esos momentos cuando sucede a menudo esa imprevista condensación de imágenes, estímulos y conexiones que constituyen el núcleo germinal de un libro, una intuición que todavía no puede formularse de manera clara pero que se impone como una nueva presencia - el primer paso en una dirección ya irrefutable, aunque la meta aún sea imprecisa.
La idea de Danubio, por ejemplo, nación entre Viena y Bratislava, en las cercanías de la frontera allende la cual iniciaba en ese entonces, todavía, la "otra" Europa. La idea de Otro mar toma forma más precisa una noche entre los pinos y la escollera de Salvore, en la punta occidental de Istria.
Carte Postale, 1914 © Johanna Lozoya
Escribir también es ver, percibir la objetividad del mundo y reconocerse en ella. Los lugares son como los de aquel pintor que cuenta Borges, que pinta montes, bosques y mares y al final se da cuenta de haber retratado su propio rostro. En este sentido, escribir se parece a viajar. Desde la más grande novela de todos los tiempos, la Odisea, viajar y narrar son inseparables, casi intercambiables; todo viaje es una Odisea, la experiencia del significado o de la insensatez de la vida, de la posibilidad o la imposibilidad de formar la propia identidad en su confrontación con la variedad del mundo. La vida es un viaje y lo es también su narración, que al igual que ella se articula en el tiempo y tiene que ver con su curso y con la muerte.

El viaje en el espacio es, a la vez, un viaje en el tiempo y contra el tiempo. Lo "interesante" de un lugar es su riqueza detenida y condensada que emerge con violencia, así como una raíz rompe en ocasiones la roca. Un lugar es tiempo coagulado, tiempo plural. No es sólo su presente, sino ese laberinto de tiempos y épocas diversas que se entretejen en un paisaje y lo constituyen, de la misma manera que pliegues, arrugas, rasgos de expresión modelados por la felicidad o la melancolía no sólo marcan un rostro, sino que son el rostro de esa persona, que ya no sólo tiene la edad o el estado de ánimo de ese momento, sino que es la suma de todas las edades y los estados de ánimo de su vida.
Carte Postale, 1914 © Johanna Lozoya
El viaje-escritura es una arqueología del paisaje; el viajero - el escritor - desciende como un arqueólogo por los diferentes estratos de la realidad para leer los signos escondidos bajo los signos, para recoger la mayor cantidad posible de historias y salvarlas del río del tiempo, de la ola sepulturera del olvido, casi como si construyera una frágil arca de Noé hecha de papel, aun cuando, irónicamente, esté consciente de su precariedad. (... )

Pero resulta inapropiado definir tod eso como "interesante"; esto último, decía Schlegel, es el estímulo inventado por la inquietud moderna, por una sensibilidad harta de demasiadas sugerencias y necesitada de drogas cada vez más fuertes para vencer su propia apatía. Esta perennidad, en cambio, reposa imperturbablemente en sí misma, ignora la prisa del consumo: no es lo Interesante, es lo Bello.
Como todo encuentro, también un encuentro con los lugares es aventurero, rico en promesas y riesgos. Algunos lugares, Venecia o Praga, le hablan incluso al viajero más distraído e ignorante con la evidencia misma de su aparición. Otros se confían a una elocuencia indirecta, seducen únicamente a quienes lo atraviesan y, conociendo lo que sucedió entre aquellos árboles o aquellos muros, leer en el paisaje la historia que éste les proyecta: (...) Otros lugares callan, se encierran en su opaco secreto y el encanto fracasa; también el viaje, como toda aventura, está expuesto a la derrota y a la aridez. Cuando esto sucede, la culpa no es, claro está, sólo del lugar, de su pobreza o banalidad, sino más bien, como en toda relación, también del viajero, que no ha sabido descubrirlo en su esquiva realidad. Todo diálogo fallido, todo amor fracasado es una derrota recíproca. (...)
El viaje más fascinante es un retorno, como la Odisea; y los lugares de un recorrido habitual, los microcosmos cotidianos por tantos años atravesados, son un desafío odiseano."

Claudio Magris, El viaje-escritura: arqueología del paisaje


 * en El tallo entre las piedras. Claudio Magris, Ma. Teresa Meneses (selección y traducción), México, Cal y Arena, 2007. ISBN 9-789689-183020