sábado, 30 de octubre de 2010

Los incorruptibles...

Diciembre 1937. Un niño espera a que se descongele la leche (Gettyimages)
" En su conocido ensayo sobre La experiencia de la lectura ya C.S. Lewis insistía en que los buenos libros, los que proporcionan una ampliación de nuestra conciencia, se diferencian de los otros en que "proponen una buena lectura", y necesitan lectores críticos y con gusto. "El valor de la literatura se verifica cuando tiene buenos lectores". Ser buen lector no requiere ser pedante, docto, erudito, ni nada parecido. Leer bien requiere atención, agudeza y tiempo. Y ese educado hábito es lo que ahora, con la proliferación de publicaciones y entretenimiento fácil, parece muy amenazado. Este es el asunto central del último capítulo de Manguel: la comercialización de la literatura, que se hace trivial y banal para el consumo de una sociedad masiva y mediática. "Las cadenas de librerías venden el espacio de sus escaparates y mesas al mejor postor, de forma que lo que ve el público es aquello que la editorial paga para que se vea. En consecuencia, pilas de libros que anunciados como best sellers ocupan la mayor parte del espacio físico de la librería y todos ellos, como las salchichas, llevan un fecha de caducidad implícita que garantiza una producción constante". Novelas superficiales inundan el mercado, gozan de amplia publicidad bien pagada,  y con lenguaje facilón e intriga trepidante ofrecen saciar las ansias lectoras de un público espeso, vasto, apresurado y unánime. La publicidad es engañosa; la crítica a menudo negligente. No es fácil, en mi opinión, definir qué es buena literatura; hemos de recurrir al juicio de los raros buenos lectores. Aún quedan; incluso entre los viajeros del metro. Como los buenos relatos, amigas voces de alerta, a contrapelo de las modas, siguen ahí, incorruptibles."


fragmento del artículo de Carlos García Gual, Utilidad de la ficción. La verdadera lectura sigue siendo un desafío intelectual, un arte y una educación sentimental, en El País, sábado 30 octubre 2010.

domingo, 24 de octubre de 2010

Caminar despacio por las calles. VI

" Cuando le preguntaron cómo era Grecia, habló de una larga fila de casas de salud levantadas a orillas de un mar cuyas aguas emponzoñadas llegaban hasta las angostas playas de agudos guijarros, en olas lentas como el aceite.
Cuando le preguntaron cómo era Francia, recordó un breve pasillo entre dos oficinas públicas en donde unos guardias tiñosos registraban a una mujer que sonreía avergonzada, mientras del patio subía un chapoteo de cables en el agua.
Cuando le preguntaron cómo era Roma, descubrió una fresca cicatriz en la ingle que dijo ser de una herida recibida al intentar romper los cristales de un tranvía abandonado en las afueras y en el cual unas mujeres embalsamaban a sus muertos.
Cuando le preguntaron si había visto el desierto, explicó con detalle las costumbres eróticas y el calendario migratorio de los insectos que anidan en las porosidades de los mármoles comidos por el salitre de las radas y gastados por el manoseo de los comerciantes del litoral.
Cuando le preguntaron cómo era Bélgica, estableció la relación entre el debilitamiento del deseo ante una mujer desnuda que, tendida de espaldas, sonríe torpemente y la oxidación intermitente y progresiva de ciertas armas de fuego.
Retrato de George Dyer en un espejo, 1968, Francis Bacon
Cuando le preguntaron por un puerto del Estrecho, mostró el ojo disecado de un ave de rapiña dentro del cual danzaban las sombras del canto.
Cuando le preguntaron hasta dónde había ido, respondió que un carguero lo había dejado en Valparaíso para cuidar de una ciega que cantaba en las plazas y decía haber sido deslumbrada por la luz de la Anunciación."

Alvaro Mutis, La muerte del Capitán Cook ( Los trabajos perdidos), Summa de Maqroll el Gaviero, Poesía, 1948-1997, Introducción y edición Carmen Ruiz Barrionuevo, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca- Patrimonio Nacional, Biblioteca de América, num. 12, 1999. ISBN84-7481-882-6

...

" A veces, sobre las seis de la tarde, cuando Kronz volvía a pie hasta el hotel desde la zona donde estaba el hospital, cruzaba con precaución la Plaza Cataluña, evitando así el tumulto de gente que se arremolinaba junto al metro y que a esa hora salí en desbandada del Corte Inglés. Comenzaba a sentirse incómodo entre tanto ruido. Así que se subió el cuello del abrigo y entro en el Zurich. Le costaba creer que en el espacio más bien reducido se pudiera reunir tanta gente para hablar todos al mismo tiempo.
Después de tomar asiento junto a la ventana, el doctor supuso que el ambiente habría sido insoportable de no ser por la calidad del chocolate, que resultó excelente. Se recostó en la silla, estirando las piernas por debajo de la mesa mientras se desabotonaba el abrigo. Es estruendo de voces, que aumentaba a medida que los clientes iban llegando, la forma en que los camareros hacían sus pedidos gritando desde un extremo al otro del local, confirmaron su inicial sospecha, tal vez un tanto temeraria. A pesar de que aún no estaba familiarizado con la ciudad, recordó el comentario que hiciera casualmente uno de los colegas del hospital. En España hay que hacerse oír a gritos, de lo contrario nadie te toma en cuenta. Trataba de no pensar en Praga, pero inevitable y se preguntaba si volvería alguna vez allí. Y entonces se dio cuenta de lo espantoso que esto podía ser: no sólo había abandonado Praga sin un propósito determinado, sino que ya empezaba a experimentar el peso de la traición. Se dijo que siempre sería un extraño, dondequiera que fuera. ¿Es que tendría siempre la sensación de estar en la orilla equivocada del río? A su derecha vio cabezas, bigotes y cuerpos corpulentos chocando unos con otros hasta irse abriendo paso. Al fin se presentó un camarero gordo, de voz solemne, que lo sacó de sus torvos pensamientos. Y le preguntó, con el brazo en alto, si deseaba algo más. Pidió otro chocolate, señalándole la taza con un gesto vago. Pagó con un billete que había extraído del fondo del bolsillo y, al terminar, se dirigió a la puerta.
Se sintió contento cuando estuvo en la calle. Le empezaba a gustar el caos de la ciudad. Tuvo la intención de ir al hotel, aunque la idea de pasear le resultó curiosamente excitante y renovadora. Percibió el olor fétido que procedía de los zaguanes. La proximidad de los mariscos le recordó un sueño. Un sueño de cangrejos confabulados sobre una mujer con los senos llenos de hematomas. Después bajó por las Ramblas caminando despacio hacia Colón, advirtiendo la actividad de los vendedores a ambos lados de la calle. Pasó junto al quiosco de revistas y se quedó absorto frente a las jaulas de los monos, loros y cacatúas de plumas erizadas y deslucidas por el frío, cuyos agudos chillidos aún conservaban la nostalgia de la selva. Al igual que el día anterior, a esa misma hora, había empezado a caer una llovizna un tanto pegajosa. Siguió caminando: el aire salino le había quemado la cara como si viniera directamente del puerto."

Coffe House, Harry Mayerovitch, 1980-8
Javier Vásconez, El viajero de Praga, México, Alfaguara, 1996. ISBN 9-789681-902537

viernes, 15 de octubre de 2010

El enganche de las sirenas

por Johanna L.

Letras y números han mantenido siempre una estrecha relación a lo largo de la historia, compleja a veces, imposible en otras, pero siempre muy pendientes las unas de los otros. (...) Esto se traduce en un mercado literario cuyo paisaje ha empezado a transformarse en busca de un lugar seguro. "Los grandes autores venden ahora más que nunca y cuesta más lanzar a los recién llegados", dice Anik Lapointe, editora de RBA (...) "La literatura clásica se vende muy poco, mucho menos que antes", comenta Eva Cuenca, de Mondadori. (...) Algo en lo que coinciden todos los editores consultados es precisamente en lo que llaman "la desaparición de la clase media". Esa nebulosa poblada por escritores que resultaban clave para matizar los catálogos y con una sólida base de lectores se tambalea ahora a medida que el mercado vira y se inclina hacia uno u otro extremo. (...) Para Anik Lapointe, de RBA, el ya mencionado género negro es el gran beneficiario de la actual situación económica. (...) La cuestión es que las sagas detectivescas jamás habían sido tan populares como ahora, (...) La editora de RBA apunta también a otro de esos factores que no beben en la sequía económica y que conectan con otro boom reciente: "Los libros que pertenecen a una serie, en la que el protagonista se repite de un volumen a otro, también genera un rendimiento excelente y en cierta forma recuerdan al formato episódico de la televisión, que es algo que engancha mucho. 

© Johanna Lozoya
Tomo un poco de café y dejo sobre la mesa este artículo que se ha publicado en El País el pasado sábado dos de septiembre. Me inquieta el título "El refugio de los lectores".  Pienso en la palabra refugio. Parece, efectivamente, sacada de las novelas detectivescas a las que alude. A esas que, en honor a la verdad "enganchan" y enganchan a miles sobre todo cuando se articulan en la pantalla. Y eso está bien, digo yo (personalmente hay algunas que me gustan mucho) ...pero hay algo que... no sé. Lo del refugio y del enganche,  lo del boom, boom del bang, bang me recuerda a las virtudes del fast food: rápida, elemental y barata. Aunque lo último no procede: al menos en este país, el precio de un bestseller es lo que la clase media (esa que dicen que está desapareciendo) paga por un estofado de carne.  

Y luego están las novelas de vampiros que rebosan en los estantes de "Novedades". Otro género beneficiario de la actual situación económica. Estos seres están tan deteriorados como la clase media: neuróticos,  tristes e irremediablemente mortales. ¿Dónde quedó la sensualidad y los rayos del sol? Ahora son tan cool, que en lugar de incinerarse con la luz del día, se les llena el cuerpo de brillitos. Una especie para Green Peace, diría yo. ¿ Y qué hay de los temas cliché? Temas  de primera importancia que se han transformado en producto de consumo inserto en una red de mercado envidiable: el 11 de septiembre, la guerra de Irak, el contrabando de jóvenes africanas, los inmigrantes musulmanes en las cumbres asturianas, las mafias rusas o los machines del narcotráfico latinoamericano... "es algo que engancha mucho". 


Tomo otro poco de café. Debe ser que hay días en que uno amanece con nubarrones a lo Pessoa : " hay momentos en que todo cansa, hasta lo que nos descansaría". Sólo una cosa me pregunto: ¿realmente está desapareciendo la clase media como autora y lectora literaria? Bajo mi punto de vista, en las últimas décadas el nivel económico y de consumo de esta clase social ha sido adquirido por un mayor sector de la población. Se ha mejorado el nivel económico ¿pero acaso estos nuevos mundos han adquirido los valores e imaginarios de eso que se ha definido con ortodoxia en este artículo como "la clase media"?

 

viernes, 8 de octubre de 2010

Caminar despacio por las calles. V

"Wadi al- Uyún: un pedazo de verdor en medio de un desierto hosco y obstinado, como surgido de las entrañas de la tierra o caído del cielo. Era distinto de todo lo que lo rodeaba o, más bien, ningún lazo parecía unirle con su entorno, hasta tal punto que uno se preguntaba perplejo cómo tanta agua y vegetación había podido nacer en un lugar como aquel. Pero el asombro se iba desvaneciendo progresivamente para dar paso a un misterioso respeto seguido de una absorta contemplación. Constituía uno de esos pocos casos en que la naturaleza expresa su genio y su obstinada volubilidad, resistiéndose así a cualquier explicación.

Wadi al- Uyún podía parecer para los que lo poblaban un lugar convencional. De hecho, no les solía suscitar grandes interrogantes. Estaban demasiado acostumbrados a ver los palmerales llenar el valle, las fuentes brotar aquí y allá en invierno y a principios de la primavera. Pese a ello, sentían que un poder sobrenatural los protegía y les hacía la vida más fácil. Cuando llegaban las caravanas, envueltas en una nube de polvo y demolidas por el cansancio y la sed, redoblando esfuerzos en el último tramo del viaje para alcanzar lo antes posible el valle, a los recién llegados les sobrecogía una embriaguez y cierto desfallecimiento. A la vista del agua, sin embargo, reprimían todo su entusiasmo y se decían que aquel que creó la Tierra y a los hombres creó también Wadi al- Uyún en ese preciso lugar para salvarlos de una muerte segura en medio de aquel pérfido e ingrato desierto. Una vez detenida la caravana, descargados sus fardos y saciada la sed de hombres y animales, ese cálido sopor se transformaba en un incontenible sentimiento de satisfacción que se apoderaba de todo cuanto existía, sin que nadie pudiera comprender si ese bienestar era fruto del clima, de la frescura del agua o del saberse fuera de peligro. Esto se hacía extensible también a las bestias, que se mostraban menos vigorosas y menos predispuestas a soportar pesadas cargas.
(...)

Detrás de Wadi al-Uyún y también a sus alrededores se alzaban unas cuantas colinas arenosas que, aunque alguna vez podían deslizarse ligeramente, solían permanecer inmóviles, debido sobre todo a la dirección del viento y al tipo de tierra, que las elevaba en medio de una ancha planicie. Estas colinas servían de puntos de referencia, y se las bautizaba para distinguirlas. Al este, se hallaba Dahra, y al norte, Watfa y Umm al -Azl. Las colinas situadas al sur y al oeste revestían menor importancia tanto para los aldeanos como para los viajeros, pero incluso a estas se les puso un nombre, porque en el desierto dar un apelativo a las cosas va más allá del simple capricho. El nombre, creado por la propia naturaleza, revela el grado de importancia de un lugar o los rasgos que lo definen y permiten identificarlo.
(...)

Los habitantes de Wadi al- Uyún eran como sus aguas: cuando estas se desbordaban, ellos también rebosaban. Este exceso ( tal como sucedía con la emigración, con el viaje) casi era para ellos una necesidad. La emigración, el viaje..., siempre el mismo ciclo. Un día se daban cuenta de que eran demasiados y de que Wadi al- Uyún ya no podía sustentarles a todos. Entonces, mandaban a los jóvenes con edad de viajar a buscar nuevos lugares donde vivir y ganarse la vida. Esta decisión podría parecer un tanto equívoca al no depender, como era el caso en otras zonas, de las estaciones del año, de las lluvias ( que podían llegar a caer una vez cada tantos años), de los pastos que rodeaban el valle o de las fuentes, incluso cuando estas brotaban por doquier. Se trataba más bien de una especie de empecinamiento enfermizo que crecía secreta y lentamente en los corazones de la gente. Esta obcecación, que se manifestaba sobre todo en los adultos, aunque intentaran ocultarlo o resistirse a ella, habitaba también en los jóvenes y en las mujeres: en los primeros de un modo más acentuado e irreprimible y, en las segundas, con un cariz de tristeza y desespero. Pero el deseo de descubrir el mundo, el sueño de la abundancia y una nostalgia de algo indescriptible asediaban a los más jóvenes de tal modo que la espera se les hacía insoportable. Incapaces de escuchar los consejos de los mayores, a menudo acababan tomando ellos solos la decisión, por dura que fuera.

No había un solo hombre en Wadi al-Uyún, especialmente de cierta edad, al que no hubiese seducido alguna vez el deseo de viajar. Raros eran también los ancianos que no hubiesen emprendido nunca en su vida algún viaje. Es verdad que estas marchas podían tener una duración y unas consecuencias de muy diversa índole: desde aquellas que se prolongaban muchos años, llegando incluso a durar toda una vida, hasta las que terminaban al cabo de unos pocos meses. En ambos casos, el viajero podía regresar decepcionado o triunfante, aunque siempre invadido por una gran nostalgia e impregnado de recuerdos, imágenes y anhelos de reemprender la marcha. Tampoco las causas que movían a los hombres de Wadi al-Uyún a partir se dejaban resumir en pocas palabras. Cada uno tenía sus propias motivaciones y esperanzas, y en su mayor parte no coincidían con las de los demás. Éxito y fracaso, riqueza y pobreza, eran conceptos cuyo significado divergía de una persona a otra. Si bien muy a menudo, a su regreso, los viajeros traían consigo innumerables anécdotas y relatos, así como largas noches repletas de sueños, lo cierto es que siempre continuaban siendo pobres, o casi siempre, lo cual no les impedía contar un sinfín de historias acerca de sus andanzas, hablar de cuánto dinero acumularon y de cómo lo perdieron. Y es que las cosas buenas de la vida, decían, no son nunca imperecederas."

Abderrahmán Munif, Ciudades de sal, traducción del árabe Anna Gil Bardají, Bogotá, Editorial Norma. Colección La Otra Orilla, 2007. ISBN9-789580-499800

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"Segundo día: Estamos acampados junto a un arroyo, en un lugar llamado Sheib Mahomedi. Hacia el norte, se ven manchas de humo negro procedentes de los pozos de bitumen de Kubaysah. Esta mañana he tenido que vestirme con aba e ismak porque, según me ha dicho Saleh por encargo de Jassem, mi sombrero inglés podría originar cierta desconfianza hacia nuestra caravana.
- Maldito gorro inglés no bueno. Gorro árabe bueno.

Una caravana atraviesa el desierto de Siria, 1925 ©Bettman/CORBIS
Así pues, vestido con toda la pompa de un recién estrenado aba de Bagdad, estoy tumbado en una alfombra delante de mi tienda bajo un reluciente cielo jaspeado como la turquesa. Distingo a poca distancia los grandes fardos que transportan los camello de Jassem er Rawwaf apilados en semicírculo para resguardar la hoguera; en torno al fuego se encuentran acuclillados los miembros más serios de la caravana tomando café. Enfrente, tengo la tienda inglesa del sayyid Mohamed donde, al parecer, se reúne la dorada juventud. Las balas de los otros siete u ocho grupos que integran la caravana están colocadas en forma de media luna, como las de Jassem, para proteger las fogatas del viento. Aparte del sayyid y yo, y las danzarinas de camino hacia Alepo, sólo hay un comerciante de Damasco suficientemente refinado como para disponer de tienda propia. Todos los demás están acomodados en alfombras en torno a las hogueras, bajo el cielo azul. Han llevado a los camellos a pastar en la reseca maleza de los cerros cercanos a la charca y sus oscuras siluetas se recortan contra la línea del horizonte en insólitas actitudes. De vez en cuando se observa a un guardián, con el fusil colocado sesgadamente en la espalda, vigilando inmóvil desde la cima de una de las colinas de tonalidades ocre, violeta y acero, que se extienden en todas las direcciones como una vasta superficie de olas de mar.
Abajo, en la poza donde me acababa de dar un baño, tuve una larga conversación, basada únicamente en siete palabras y una considerable pantomima, con uno de los criados del sayyid Mohamed, un individuo alto de estilizadas extremidades llamado Suleiman. Me preguntó por un inglés conocido como "Hilleby" con cuya caravana había estado el camellero en el Najd y, al enterarse de que los conocía, exteriorizó una notable euforia. También él vestía como un árabe y apreciaba el dulce aire del desierto.
- Aire del desierto dulce como la miel. Aire de Bagdad, sucio.
Al terminar de hablar cortó una rama de una planta aromática y me la hizo oler. Recordaba un poco al romero.
- El desierto como esto - volvió a decir y, enseguida, una mueca de asco le contrajo al cara - . Ingliz de Bagdad como esto. "Hilleby" amigo árabes, no tener miedo al desierto. Bueno.
A continuación me agarró de la mano para llevarme a la tienda del sayyid donde, tras haberme hecho sentar en el lugar de honor, me sirvió café y dátiles. Cuando llevaba un buen rato allí sentado, intentando captar alguna palabra suelta de una charla que parecía versar sobre el Najd, la prohibición de fumar en todo su territorio y la extraordinaria bondad de Ibn Saud, a quien incluso los ingleses llamaban sultán, apareció Fahad, mi camellero, para comunicarme que la cena estaba dispuesta. Tanto él como Saleh me transmitieron la idea de que los hombres de Jassem, viéndome permanecer tanto tiempo en las tiendas del sayyid Mohamed, juzgaban excesiva mi afición a las compañías poco recomendables. Al menos, eso me insinuó Saleh tras regresar con los camellos al campamento a la puesta del sol.
- Sayyid maldito no bueno - me dijo.
Las relaciones sociales resultan tan complicadas en el desierto como en cualquier otro sitio."


John Dos Passos, Orient Express, La Coruña, Ediciones del Viento, 2005. ISBN 9788493406042

miércoles, 6 de octubre de 2010

Caminar despacio por las calles. IV

"Sólo una vez en mi vida he experimentado hasta ahora la transformación. Para mí antes ésta había sido sólo una palabra, y cuando empezó, no de un modo sosegado sino de golpe, al principio creí que era mi final. Me alcanzó como una sentencia de muerte. De repente donde yo estaba no había nadie; en vez de mi, un desecho, para el cual, a diferencia de lo que ocurre con las conocidas formas grotescas de la antigua Praga, ni siquiera había la posibilidad de huir a las imágenes, por muy terribles que éstas fueran. La transformación me sobrevino sin una sola imagen, como un único estrangulamiento. Por una parte me quedé petrificado. Por otra seguí con mi vida cotidiana, como si no ocurriera nada. Así, en una ocasión vi como un transeúnte, lanzado por los aires por un coche, se posaba en el suelo con los dos pies, al otro lado del radiador, y yo, como si nada, seguí andando, por lo menos unos cuantos pasos. (...)


¿Transformación de quién? ¿Qué clase de transformación ? Para empezar sólo sé esto: en aquel tiempo  vivi la transformación. Me dio frutos como ninguna otra cosa me los había dado. Hace años ya que estoy consumiendo aquel período de tiempo, con un apetito siempre fresco. No hay nada que me pueda quitar del mundo aquella fructificación. Por ella sé lo que es existir.
Pero desde hace tiempo estoy esperando una nueva transformación. No estoy insatisfecho con la manera como transcurren mis días, e incluso estoy contento de que transcurran así. El modo de mi hacer, así como el de mi dejar de hacer, es, en general, el que me corresponde, y asimismo también lo que me rodea: la casa, el jardín, el pueblo, apartado y a la vez cercano a la gran ciudad, los bosques, los valles vecinos, las lineas de tren, la cercanía del gran París - una cercanía que se presiente, por el mismo hecho de ser invisible - , abajo, en la cuenca del Sena, al este, detrás del bosque de las colinas. Aquí, en este delicado silencio, quisiera quedarme tanto tiempo como fuera posible. (...)

Más bien lo que podría ocurrirme sería que, a ciegas, dejara de hacer todo lo que estoy haciendo, habitar, escribir, andar. Desde siempre estoy tentado a, de repente, dejar de hacer lo que hago, a interrumpir el juego y dejarme caer, o a correr a a darme con la cabeza contra la pared, o a pegarle en la cara al primero que encuentre, o a no mover nunca más un dedo y no decir nunca más una palabra. (...)

La nueva transformación quisiera que fuera sin tormento. Aquel estrangulamiento que duró años, interrumpido por momentos de gran lucidez, hace dos décadas, no debe repetirse. (...) Me gustaba ir solo y no obstante necesitaba ir con los demás; y cuando aquella alegría me llenaba, ya estaba ardiendo en deseos de estar con los ausentes: aquella plenitud, para que tuviera vigencia, tenía que compartirla inmediatamente con ellos y ampliarla. El gozo que había en mí sólo podía salir en compañía de otros, pero, ¿en compañía de quién?

Quedándome conmigo mismo, amenazaba con atrofiarme. La nueva transformación era urgente. Y a diferencia de lo que había ocurrido con aquella primera, que me había atacado por la espalda, esta vez iba a ser yo el que la pondría en marcha. La segunda transformación estaba en mis manos. No iba a empezar con un retraimiento sino abriéndome más y más, algo que yo llevaría a cabo de un modo decidido y a la vez prudente y cuidadoso. (...) Y así sueño escaparme a la ciudad portuaria más alejada del mundo, aire para los otros, disuelto en el soplo junto a las sienes. (...) Esta nueva transformación estoy decidida a llevarla a cabo aquí, en este paisaje, como alguien que reside aquí. No sé, en detalle, qué es lo que necesito para mi cometido, pero seguro que no es un viaje, por lo menos un gran viaje. Ahora un viaje así no sería más que una escapatoria. No quiero olvidar lo cerca que está la belleza, por lo menos aquí. Esta vez la partida tiene que producirse por medio de algo distinto que un cambio de lugar. Ya se ha producido con la primera frase de esta historia. (...)


                                Liébana © Johanna Lozoya

Pero esta historia sólo debe tratar de mí entre otras muchas cosas. Me siento impulsado a intervenir en el tiempo por medio de ella. Y como viajero, a diferencia de lo que me ocurría antes, hoy no podría intervenir ya en nada en ninguna parte. Del mismo modo como a uno se le pueden agotar los pueblos, las regiones e incluso los países enteros, se han agotado para mí el estar en el camino, el viajar. Incluso la idea de peregrinación, a donde sea, sin una meta convenida, que en un lapso de tiempo fue algo sólido y palpable, con los años es una posibilidad que se me ha cerrado. El permanecer en esta región se me presenta, ya desde hace mucho tiempo, como una abertura.
Esto no excluye que en mis notas aparezca también un viaje. En gran medida esto tiene que ser la narración de un viaje. Ésta tratará incluso de viajes, futuros, presentes y, sin embargo, espero, llenos siempre de descubrimientos. De todos modos el héroe de estos viajes no soy yo. Van a serlo unos cuantos amigos míos, que, de un modo u otro, los realizarán. Ya desde comienzos de este año están en camino, cada uno de ellos en una región del mundo distinta, a menudo incluso separados el uno del otro por continentes, como de mí, que estoy aquí, en esta región. Cada uno de ellos no sabe nada de su compañero, que está recorriendo el mundo al mismo tiempo que él. Sólo yo sé de todos ellos, y en mí, que estoy abajo, en la pequeña habitación que da al jardín, con la hierba casi a la altura de los ojos - hace un momento, en el aire tibio una abeja de enero pasó disparada por encima de ella -, está el punto del encuentro y de reunión de noticias.
(...)

Que el lugar donde vivo tiene la forma de una bahía, no lo vi hasta que un día lo tuve ante mis ojos desde la línea de las montañas que lo rodean, y pare ello tuve que estar arriba del todo, (...) Viendo la bahía se me calmaban todas las ansias de ver el mundo. Y nostalgia de mi país hacía tiempo que ya no tenía ¿y no era verdad que ahora, terminado casi el siglo, todo tipo de nostalgia por la patria había desaparecido ya del mundo, como si fuera una enfermedad vencida? Y para vivir allí, en aquel lugar, yo tampoco necesitaría ninguna distracción, ni ninguna concentración especial, ni cines ni partidos de fútbol, ni pasear por los bulevares, sentarme en la terraza de un bar, quizás ni siquiera leer ya. En comparación con la actividad de ver, registrar y transmitir lo que allí había, todo lo demás era perder el tiempo. "

Peter Handke, El año que pasé en la bahía de nadie, Madrid, Alianza Editorial, 1999. ISBN 84-206-5444-2

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Real de Catorce © Johanna Lozoya
"En un ingenioso ensayo sobre la estancia en el hogar - "un lugar para hartarse" - , Patricia de Martelaera (Verrassingen, [ Sorpresas] 1997) mancilla con el humor que la caracteriza las imágenes idílicas que las personas proyectan casi siempre de su hogar y de la estancia en casa: un lugar en el que deberías poder rastrear materialmente su identidad; eso es lo que esperan, o temen, según el caso. Pero estar en casa es casi siempre algo muy distinto, a menudo más extraño que encontrarse en el extranjero: es el lugar donde las cosas se hacen invisibles, donde dejamos de utilizar nuestros sentidos para explorar el mundo. En casa situamos nuestra capacidad de observación en el punto cero. Nuestro hogar es el sitio donde el mundo ser vuelve invisible, lo cual nos lleva al reposo que necesitamos para poder pensar en cosas más lejanas. En casa las cosas se ocultan bajo su notoriedad, todo desaparece y se neutraliza, los objetos y perspectivas parecen dormir, ningún asombro puede despertarlas, atravesamos las cosas sin obstáculos y estamos solos.

A eso lo llamamos hogar. Es el sitio donde podemos estar solos con nosotros mismos sin interferencias, no porque estemos en algún lugar, sino porque no estamos en ningún sitio. (...) El hogar es el lugar paradójico donde viajamos inmóviles por el mundo. (...) quien viaja de verdad, comprueba una y otra vez que las cosas nuevas a su alrededor le recuerdan de continuo a cosas que creía haber dejado atrás. También podemos decir que, quien viaja de verdad, siempre se queda un poco en casa. (...) No estar en casa, por tanto, quizá no sea otra cosa que un estado mental, una actitud, una forma de ascesis frente al mundo, o deberíamos decir: frente al pequeño mundo propio. No estar en casa significa quizá quedarse asombrado en tu pequeña habitación por cosas que ya hacía tiempo que no advertías. Quien vuelve a encontrar, al cabo de los años, un recuerdo oculto bajo el polvo, no contesta cuando llaman a la puerta."



Stefan Hertmans, "Nubes. Hogar" en Ciudades, traducción de Julio Grande, Valencia, Editorial Pre-Textos, 2003. ISBN 84-8191-569-6

domingo, 3 de octubre de 2010

Los girasoles ciegos ... ahora en pantalla

"Reverendo padre, estoy desorientado como los girasoles ciegos. A pesar de que hoy he visto morir a un comunista, en todo lo demás, padre, he sido derrotado y por ello me siento sicut nubes..., quasi flucturs..., velut umbra, como una sombra fugitiva.
Lea mi carta como una confesión, al cabo del cual, Dios lo quiera, absuélvame, pero si, como me temo, mi pecado no tiene perdón, rece por mí, porque de contrición yo mismo tengo dudas - tal es el Demonio de mi cuerpo -, aunque de mi atrición esta carta pretende dar cumplida cuenta. 
Todo comenzó cuando, siguiendo su consejo, Padre, me alisté en el Glorioso Ejército Nacional. Combatí tres años en el frente participando en la Cruzada, conviviendo con seres gloriosos y horrendos, con soldados llenos de ideales y mezquinos instintos, pero propensos a Dios cuando tienen que elegir entre la perdición y la Gloria. (...)

Probablemente los hechos ocurrieron como otros los cuentan, pero yo los reconozco sólo como un paisaje donde viven mis recuerdos. Sigo preguntándome cómo eran los árboles cuando los plantaron o cómo era mi madre siendo joven o qué aspecto tenía yo cuando era niño.
Todo lo que ha sobrevivido ha alterado poco a poco su recuerdo porque su presencia real es incompatible con la memoria, pero lo que hemos perdido en el camino sigue congelado en el instante de su desaparición ocupando su lugar en el pasado.
Por eso sé cómo era lo que ha desaparecido, lo que abandoné o me abandonó en un momento de mi vida y nunca regresó a donde lo real se altera poco a poco, a donde su actualidad no deja lugar a su pasado.
Quizás por eso recuerdo a mi padre joven, alto, escuálido y vigoroso abrazando a mi madre anciana cansada y dulce. Recuerdo al Hermano Salvador con su sotana castrense acosando a mi madre anciana, cansada y dulce y a unos policías procaces insultando a mi madre anciana, cansada y dulce. Pero sobre todo recuerdo a un niño lleno de complicidades con su madre anciana, cansada y dulce, a la que no logro recordar como me dijeron que fue: joven, vigorosa y dulce.

¡Ah! Ellos pretendieron alterar el orden de las cosas, modificar los designios del Señor ignorando que non est potestas nisi a Deo y tuvimos que enseñar un nuevo orden a los inicuos. Tuvimos que glorificar nuestra Victoria. 
Cuando regresé, Padre, macerado de desdichas y pecados, buscando el perdón al seminario, quizas hubiera sido mejor vuestro perdón que la dilatada prueba a la que vosotros, mis maestros, decidisteis someterme. Mi formación era superior a la de casi todos mis camaradas, pero acepté de buen grado incorporarme como profesor de Párvulos y Preparatoria en el Colegio de la Sagrada Familia. (...) Me incorporé a una orden menor donde olvidar mis desvaríos y recuperar la Luz.  (...) Todo empezó con un alumno extraño entre los párvulos. (...)


Ahora ya puedo hablar de todo aquello, aunque me cuesta recordar, no porque la memoria se haya diluido, sino por la náusea que me produce mi niñez. Recuerdo aquellos años como una inmensidad vivida en un espejo, como algo que tuve la desdicha de sufrir y observar al mismo tiempo. A este lado del espejo estaba el disimulo, lo fingido. Al otro, lo que realmente ocurría. (...)
Había un mundo que se llamaba Alcalá 177 y el piso tercero, letra C, era mi tierra. (...) Pero de todos los recuerdos, el que por encima prevalece es que yo tenía un padre escondido en un armario.



Hoy pienso, Padre, que me llamó la atención algo que distinguía de los demás: era un niño triste pero con una serenidad extraña para su edad. En sus juegos sin discordia, en su obediencia sin sumisión, en su interés por aprender y su orgullo por saber, en su silencio... (...) ¡Le pedíamos amor a su Patria y nos devolvía su silencio! (...)

Mi hogar se distribuía a ambos lados de un pasillo. (...) Entre todos los ruidos, entre todas las voces, entre todas las expresiones de vida a nuestro alrededor, mi padre, mi madre y yo teníamos perfectamente catalogados los que presagiaban peligro y los que reflejaban rutina. Nadie aludía nunca a esos silencios que el ascensor provocaba, como nadie hacía comentario alguno cuando mi padre, si alguien llamaba a nuestra puerta, se escondía en un armario empotrado tras un tocador con dos mesillas a ambos lados de un espejo."

Alberto Méndez, Cuarta derrota: 1942 o Los girasoles ciegos

Alberto Méndez, Los girasoles ciegos, Barcelona, Editorial Anagrama, 2004. ISBN9-788433-968555
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Caudillos © Johanna Lozoya
"Hemos tenido la libertad para torturar, para matar, para asesinar, y hemos tenido la libertad para luchar, para ir adelante, para intentar mantener la dignidad. Es aterrador el uso que se puede hacer de una palabra. Lo importante es que haya presencia de un sentido de responsabilidad cívica, de dignidad personal, de respeto colectivo; si se mantiene, si se construye, si no se acepta caer en la resignación, en la apatía, en la indiferencia, eso puede ser una simple semilla para que algo cambie. Pero yo soy consciente de que esto a su vez no significa mucho."

José Saramago, fragmento de texto en Revista Número, Bogotá, núm. 44, marzo-mayo de 2005, publicado en El País, sábado 2 de octubre de 2010.