viernes, 8 de octubre de 2010

Caminar despacio por las calles. V

"Wadi al- Uyún: un pedazo de verdor en medio de un desierto hosco y obstinado, como surgido de las entrañas de la tierra o caído del cielo. Era distinto de todo lo que lo rodeaba o, más bien, ningún lazo parecía unirle con su entorno, hasta tal punto que uno se preguntaba perplejo cómo tanta agua y vegetación había podido nacer en un lugar como aquel. Pero el asombro se iba desvaneciendo progresivamente para dar paso a un misterioso respeto seguido de una absorta contemplación. Constituía uno de esos pocos casos en que la naturaleza expresa su genio y su obstinada volubilidad, resistiéndose así a cualquier explicación.

Wadi al- Uyún podía parecer para los que lo poblaban un lugar convencional. De hecho, no les solía suscitar grandes interrogantes. Estaban demasiado acostumbrados a ver los palmerales llenar el valle, las fuentes brotar aquí y allá en invierno y a principios de la primavera. Pese a ello, sentían que un poder sobrenatural los protegía y les hacía la vida más fácil. Cuando llegaban las caravanas, envueltas en una nube de polvo y demolidas por el cansancio y la sed, redoblando esfuerzos en el último tramo del viaje para alcanzar lo antes posible el valle, a los recién llegados les sobrecogía una embriaguez y cierto desfallecimiento. A la vista del agua, sin embargo, reprimían todo su entusiasmo y se decían que aquel que creó la Tierra y a los hombres creó también Wadi al- Uyún en ese preciso lugar para salvarlos de una muerte segura en medio de aquel pérfido e ingrato desierto. Una vez detenida la caravana, descargados sus fardos y saciada la sed de hombres y animales, ese cálido sopor se transformaba en un incontenible sentimiento de satisfacción que se apoderaba de todo cuanto existía, sin que nadie pudiera comprender si ese bienestar era fruto del clima, de la frescura del agua o del saberse fuera de peligro. Esto se hacía extensible también a las bestias, que se mostraban menos vigorosas y menos predispuestas a soportar pesadas cargas.
(...)

Detrás de Wadi al-Uyún y también a sus alrededores se alzaban unas cuantas colinas arenosas que, aunque alguna vez podían deslizarse ligeramente, solían permanecer inmóviles, debido sobre todo a la dirección del viento y al tipo de tierra, que las elevaba en medio de una ancha planicie. Estas colinas servían de puntos de referencia, y se las bautizaba para distinguirlas. Al este, se hallaba Dahra, y al norte, Watfa y Umm al -Azl. Las colinas situadas al sur y al oeste revestían menor importancia tanto para los aldeanos como para los viajeros, pero incluso a estas se les puso un nombre, porque en el desierto dar un apelativo a las cosas va más allá del simple capricho. El nombre, creado por la propia naturaleza, revela el grado de importancia de un lugar o los rasgos que lo definen y permiten identificarlo.
(...)

Los habitantes de Wadi al- Uyún eran como sus aguas: cuando estas se desbordaban, ellos también rebosaban. Este exceso ( tal como sucedía con la emigración, con el viaje) casi era para ellos una necesidad. La emigración, el viaje..., siempre el mismo ciclo. Un día se daban cuenta de que eran demasiados y de que Wadi al- Uyún ya no podía sustentarles a todos. Entonces, mandaban a los jóvenes con edad de viajar a buscar nuevos lugares donde vivir y ganarse la vida. Esta decisión podría parecer un tanto equívoca al no depender, como era el caso en otras zonas, de las estaciones del año, de las lluvias ( que podían llegar a caer una vez cada tantos años), de los pastos que rodeaban el valle o de las fuentes, incluso cuando estas brotaban por doquier. Se trataba más bien de una especie de empecinamiento enfermizo que crecía secreta y lentamente en los corazones de la gente. Esta obcecación, que se manifestaba sobre todo en los adultos, aunque intentaran ocultarlo o resistirse a ella, habitaba también en los jóvenes y en las mujeres: en los primeros de un modo más acentuado e irreprimible y, en las segundas, con un cariz de tristeza y desespero. Pero el deseo de descubrir el mundo, el sueño de la abundancia y una nostalgia de algo indescriptible asediaban a los más jóvenes de tal modo que la espera se les hacía insoportable. Incapaces de escuchar los consejos de los mayores, a menudo acababan tomando ellos solos la decisión, por dura que fuera.

No había un solo hombre en Wadi al-Uyún, especialmente de cierta edad, al que no hubiese seducido alguna vez el deseo de viajar. Raros eran también los ancianos que no hubiesen emprendido nunca en su vida algún viaje. Es verdad que estas marchas podían tener una duración y unas consecuencias de muy diversa índole: desde aquellas que se prolongaban muchos años, llegando incluso a durar toda una vida, hasta las que terminaban al cabo de unos pocos meses. En ambos casos, el viajero podía regresar decepcionado o triunfante, aunque siempre invadido por una gran nostalgia e impregnado de recuerdos, imágenes y anhelos de reemprender la marcha. Tampoco las causas que movían a los hombres de Wadi al-Uyún a partir se dejaban resumir en pocas palabras. Cada uno tenía sus propias motivaciones y esperanzas, y en su mayor parte no coincidían con las de los demás. Éxito y fracaso, riqueza y pobreza, eran conceptos cuyo significado divergía de una persona a otra. Si bien muy a menudo, a su regreso, los viajeros traían consigo innumerables anécdotas y relatos, así como largas noches repletas de sueños, lo cierto es que siempre continuaban siendo pobres, o casi siempre, lo cual no les impedía contar un sinfín de historias acerca de sus andanzas, hablar de cuánto dinero acumularon y de cómo lo perdieron. Y es que las cosas buenas de la vida, decían, no son nunca imperecederas."

Abderrahmán Munif, Ciudades de sal, traducción del árabe Anna Gil Bardají, Bogotá, Editorial Norma. Colección La Otra Orilla, 2007. ISBN9-789580-499800

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"Segundo día: Estamos acampados junto a un arroyo, en un lugar llamado Sheib Mahomedi. Hacia el norte, se ven manchas de humo negro procedentes de los pozos de bitumen de Kubaysah. Esta mañana he tenido que vestirme con aba e ismak porque, según me ha dicho Saleh por encargo de Jassem, mi sombrero inglés podría originar cierta desconfianza hacia nuestra caravana.
- Maldito gorro inglés no bueno. Gorro árabe bueno.

Una caravana atraviesa el desierto de Siria, 1925 ©Bettman/CORBIS
Así pues, vestido con toda la pompa de un recién estrenado aba de Bagdad, estoy tumbado en una alfombra delante de mi tienda bajo un reluciente cielo jaspeado como la turquesa. Distingo a poca distancia los grandes fardos que transportan los camello de Jassem er Rawwaf apilados en semicírculo para resguardar la hoguera; en torno al fuego se encuentran acuclillados los miembros más serios de la caravana tomando café. Enfrente, tengo la tienda inglesa del sayyid Mohamed donde, al parecer, se reúne la dorada juventud. Las balas de los otros siete u ocho grupos que integran la caravana están colocadas en forma de media luna, como las de Jassem, para proteger las fogatas del viento. Aparte del sayyid y yo, y las danzarinas de camino hacia Alepo, sólo hay un comerciante de Damasco suficientemente refinado como para disponer de tienda propia. Todos los demás están acomodados en alfombras en torno a las hogueras, bajo el cielo azul. Han llevado a los camellos a pastar en la reseca maleza de los cerros cercanos a la charca y sus oscuras siluetas se recortan contra la línea del horizonte en insólitas actitudes. De vez en cuando se observa a un guardián, con el fusil colocado sesgadamente en la espalda, vigilando inmóvil desde la cima de una de las colinas de tonalidades ocre, violeta y acero, que se extienden en todas las direcciones como una vasta superficie de olas de mar.
Abajo, en la poza donde me acababa de dar un baño, tuve una larga conversación, basada únicamente en siete palabras y una considerable pantomima, con uno de los criados del sayyid Mohamed, un individuo alto de estilizadas extremidades llamado Suleiman. Me preguntó por un inglés conocido como "Hilleby" con cuya caravana había estado el camellero en el Najd y, al enterarse de que los conocía, exteriorizó una notable euforia. También él vestía como un árabe y apreciaba el dulce aire del desierto.
- Aire del desierto dulce como la miel. Aire de Bagdad, sucio.
Al terminar de hablar cortó una rama de una planta aromática y me la hizo oler. Recordaba un poco al romero.
- El desierto como esto - volvió a decir y, enseguida, una mueca de asco le contrajo al cara - . Ingliz de Bagdad como esto. "Hilleby" amigo árabes, no tener miedo al desierto. Bueno.
A continuación me agarró de la mano para llevarme a la tienda del sayyid donde, tras haberme hecho sentar en el lugar de honor, me sirvió café y dátiles. Cuando llevaba un buen rato allí sentado, intentando captar alguna palabra suelta de una charla que parecía versar sobre el Najd, la prohibición de fumar en todo su territorio y la extraordinaria bondad de Ibn Saud, a quien incluso los ingleses llamaban sultán, apareció Fahad, mi camellero, para comunicarme que la cena estaba dispuesta. Tanto él como Saleh me transmitieron la idea de que los hombres de Jassem, viéndome permanecer tanto tiempo en las tiendas del sayyid Mohamed, juzgaban excesiva mi afición a las compañías poco recomendables. Al menos, eso me insinuó Saleh tras regresar con los camellos al campamento a la puesta del sol.
- Sayyid maldito no bueno - me dijo.
Las relaciones sociales resultan tan complicadas en el desierto como en cualquier otro sitio."


John Dos Passos, Orient Express, La Coruña, Ediciones del Viento, 2005. ISBN 9788493406042

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